
Entre Alcalá de la Selva y Cabra de Mora el río discurre encajado entre rocas entre las que se ha abierto camino aprovechando las fallas naturales que la tectónica a lo largo de los años ha provocado en el relieve. Episodios torrenciales aportan la fuerza necesaria para extraer y mover bloques de piedra, junto al arrastre de madera seca procedente de los pinos arrancados del suelo dotan de una fuerza cinética que moviliza este paisaje vivo.
Pero es un río dócil. La mayor parte del tiempo discurre con un caudal escaso pero constante que atraviesa una serie de gradas que reducen la fuerza del agua suavizando la velocidad que impulsa el desnivel. Escalones que se han labrado favorecidos por la formación de barreras de toba calcárea. Las aguas infiltradas en el terreno se cargan de carbonato cálcico, al salir al exterior en manantiales se desgasifica, pierde CO2, por la turbulencia de las aguas o por la acción biológica de las plantas al usar el CO2 en la fotosíntesis, precipitando el carbonato calcio en forma de calcita en el musgo, las ramas secas y las piedras. Este modelado kárstico esta presente en estas montañas, una disolución de la roca que comienza en las planicies más altas, el lapiaz, una plataforma de de rocas disueltas, en ocasiones con cantos muy cortantes, que le dan un aspecto arrugado y en donde se inicia el camino del agua precipitada por la lluvia.

El angosto valle ha estado ocupado por una población diseminada en pequeñas masadas y molinos, distribuidos a lo largo de la ladera y el cauce. Bancales en terrazas ganados a la ladera para cultivarse de cereal y otros ubicados en las primeras terrazas del río que permitían establecer una huerta. Un modelo socioeconómico autosuficiente que permitió sobrevivir a generaciones durante siglos. Las barreras naturales del río ayudan a desviar el agua por acequias hacia los campos, que protegidos por muros de piedra seca evitaban ser arrasados durante las tormentas. En otros casos con el mismo tipo de piedra y la madera seca que arrastran las aguas, también con los troncos de los chopos caídos en la orilla, se levantaban azudes desde los que se dirigía el agua por un canal hasta la balsa del molino para con la fuerza de la caída mover las piedras de moler el grano.
La distancia entre una y otra casa facilitaban comunicarse entre los vecinos. Pedir ayuda en los quehaceres diarios y aquellos excepcionales, como cuando había que llamar a las comadronas para que ayudaran a la joven parturienta en su momento de dar a luz a una nueva criatura. Un silbido, un grito lanzado al valle bastaba para ser oído.
Algunas familias tenían un «don» especial para sanar y también para ayudar en los partos. Eran la única asistencia que podían recibir en estas poblaciones aisladas. Gentes capaces de colocar un hueso dislocado o roto en su sitio, que conocían las propiedades sanadoras de algunas plantas. Capaces de ganarse la confianza y aportar serenidad en los momentos difíciles de la vida en los que solo se necesita paz. En su mayoría mujeres, muchas veces se les encasillaba como brujas, lo que en ciertos momentos históricos les costó la vida.
En los últimos cien años el paisaje ha cambiado. La causa es el abandono del territorio por su población. Un hecho que se observa al comparar las imágenes actuales con las fotografías históricas conservadas. Entre el vuelo aéreo de la década de los cincuenta del siglo pasado y las fotos satélites actuales se plasma el avance del bosque que oculta las terrazas de cultivo en las laderas hoy ocupadas con una alta densidad arbórea, en su mayoría de pinos. El vetusto sabinar adehesado en el entorno de la masada de las Navas Altas nos aporta una idea de como fue a lo largo de los últimos siglos el paisaje de este lugar. En estos días de invierno en el que las hojas marcescentes de los quejigos se tornan marrones, desde el alto de las Navas, al dirigir la mirada hacia el valle que baja desde el Castellar a lo largo del río Valbona, somos capaces de observar el avance de las manchas ocres introduciéndose en el verde del pinar. Poco a poco sabinares, encinares y quejigales toman protagonismo en la montaña y arropados por este bosque encuentran cobijo nuevos habitantes: cabras montes, corzos y jabalís se convierten en los vecinos del siglo XXI de este valle.

La caída de este modelo vida queda simbolizada junto a la Masada de la Carrasca. Al lado del camino se localiza derrumbados, casi enterrados, los sillares de un peirón, del que desconozco el significado o el hito que señalaba.
Lo más triste es que de esta cultura campesina que se abandonó hace apenas unas décadas en la búsqueda de una vida mejor, no hemos sido capaces de recoger el sentido común con el que sobrevivieron en el tiempo. Nuestra forma de vida auspiciada en la cultura urbana, la industria y el consumo, con poco más de un siglo de existencia ha comenzado a sentir el colapso ante la ceguera de entender que nuestro Planeta es finito en recurso. En nuestro egoísmo por vivir la buena vida, olvidamos la búsqueda de un vida buena, poner en valor el bien común en este mundo complejo que nos toca vivir.

Muy interesante. Gracias por compartir.
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