EL TRANSCURRIR DEL TIEMPO

Recorro el viejo camino que desde Corbalán lleva a la Baronía de Escriche. Este verano un incendio forestal ha devastado  una parte del pinar y del sabinar. Carbonizado  nos muestra un paisaje desolador del que surge  un rayo de luz en los brotes de hierba verde germinada tras las lluvias otoñales y en el vuelo de alguna mariposa anaranjada en busca de  flores, que no las hay, donde libar.

Los árboles que han ardido van dando paso a otros abrasados por el calor radiado desde los focos más fuertes del incendio, tras ellos  alcanzamos aquellos  que se ha salvado. Desde  el camino en el fondo del barranco en la umbría se elevan las  laderas  salpicadas con los fustes de varios metros de altura coronados con grandes copas  que cierran el paso a que los rayos solares alcancen el suelo,  donde se extiende un tapiz de hierba, la única vegetación que puede sobrevivir a su sombra, junto a los hongos que afloran estos días de otoño. En la solana, la pendiente de la ladera permite la entrada de la luz y convive el pino negral con las sabinas, junto a enebros y alguna encina capaz de aventurarse en estas altitudes altas, también aliagas, tomillos, espliegos y otras plantas aromáticas.

Llegamos al mirador para divisar el despoblado de Escriche,  rodeado de prados que surgen desde la alberca de la fuente de las cinco fuentes, donde las vacas que los pastan frenan el avance los pinares que los rodean. Aquí en el alto, sentado bajo una vieja sabina albar,  reina el silencio,   solo roto por los gritos de  los arrendajos y el graznido de algún córvido.  Y en él  sopeso la desaparición de las aves, consecuencia de la de los insectos  de los que se alimentan y en conjunto del envenenamiento del campo por una agricultura intensiva  que inyecta química agresiva en el campo. Recuerdo los años de infancia en los que  los grandes bandos de fringílidos se concentraban durante los otoños en  los campos los barbechos poblados de cardos.

Seguimos  la senda  en dirección a la Casa Grande de Escriche. A  un centenar de metros  nos desviamos para monte a través por la ladera llegar hasta una sima abierta en la pared. Se abre en un pequeño cinglo provocado al derrumbarse la entrada de la cueva, a cuyos pies un conjunto de grandes bloques de piedra imposibilitan la entrada al pequeño túnel que desde una cavidad  observamos bajos nuestros pies. Desconocemos su profundidad, pero intuimos que es una salida del inmenso  trazado de cavidades kársticas que agujerean  el interior de esta inmensa mole caliza.

En el camino nos topamos con grandes pies de sabina albar, de carrascas y de pino negral, que en la lejanía, cuando los observábamos en otras ocasiones desde el fondo del barranco, no nos parecían de estas dimensiones,  camufladas en la inmensidad del terreno.

Resulta difícil caminar por la pendiente de tierra y rocas sueltas que se deslizan al pisarlas, sentimos la inseguridad y el riesgo.   Las pedreras  desplazan y entierran los vestigios de la historia, que quedan cubiertos y fracturados como un puzle difícil de volver amontar. Agotado por la dificultad de mantener el equilibrio y el esfuerzo  de andar por este  caos, sentado en la boca de la sima surgen los pensamientos para imaginar el pasado y remontarnos a neandertales que en sus viajes nómadas tras los herbívoros, generación tras generación recabaran en estos abrigos para guarecerse  de las tempestades, donde descuartizar las piezas cazadas cuando venciendo el miedo se acercaban a los pastos ricos en sales del valle. Por unos momentos recuperamos el que parece era el sentir de estos homínidos, que vivían el presente sin preocuparse de lo que había pasada y sin aventurar lo que podría venir.

Nos  olvidamos las  turbulencias que arrastran  a nuestra civilización hacía un colapso, incapaces de frenar un crecimiento sin cabida ante recursos limitados hemos entrado en un bucle en donde el consumo energético cada vez es mayor, y los avances tecnológicos no lo frenan, de tal modo que la llamada transición ecológica apostando por energías renovables, llámese solar o eólica, lejos de sustituir al petróleo, supone nuevas formulas de producción para satisfacer el aumento de la demanda por parte de las nuevas empresas tecnológicas de la comunicación y la información (TIC), los nuevos dueños del mundo. Avanzamos en el camino de ser sus siervos, no sólo los ciudadanos, también los estados.

La minería en torno a los metales que precisan nuestras nuevas herramientas arroja un nuevo impacto al territorio, al igual que la instalación de placas y molinos en los paisajes más bellos y sensibles, perdiendo su identidad y la biodiversidad que albergan.

Aceptamos un caramelo envenenado atraídos por el cebo de «la gratuidad» de los servicios que nos ofrecen. Se esta gestando un mundo en que cedemos derechos humanos y servicios públicos, fruto de la lucha social de los que nos precedieron. Lejos de superar una geopolítica de dependencia del petróleo, caemos en un pozo de sumisión, por cuanto son los mismos poderes económicos los que han tomado el control de la llamada «Transición ecológica». Estamos perdiendo el pulso en la redistribución de la riqueza para alcanzar una sociedad más equitativa e igualitaria, más justa. Estos servicios, como tantos otros que vemos peligrar, no debieran gestionarlos el sector privado si no el público, con transparencia y representación de la ciudadanía.

Pero vivimos tiempos en que la política anda envueltas en mentiras y trifulcas  de difícil comprensión y digestión. La dignidad que debería recaer en aquellos que asumen nuestra representatividad, se desintegra en el ambiente generado que sólo puede entenderse en su interés personal por perpetuarse en el poder, como a lo largo de la historia han hecho fanáticos tiranos sustentados en el miedo que generan las guerras, violencias y odio sembrado en la sociedad. Que su comportamiento les deslegitime y ponga en peligro nuestro modelo democrático, no debería implicar cuestionar la validez de los valores de la democracia.

Volvemos a nuestro rincón. En este horizonte que observamos bajo la inmensidad de un cielo azul, montamos un escenario por el  que hacemos pasar los recuerdos de nuestra vida en la búsqueda de comprendernos al menos a nosotros mismos.

A cierta edad comenzamos a incorporar la  muerte  en nuestra vida completando el ciclo. Conforme depositamos nuestra aportación en la balanza  comprobamos lo que realmente da peso a nuestro paso  por ella, lo que puede servir de referente. La impotencia que sentimos para sostener la utopía de cambiar el mundo, quisiéramos vencerla en la coherencia en nuestros actos para guarecerlos en el recuerdo de las  cosas que hicimos.

Hemos de regresar. Un último esfuerzo para, entre los riscos, llegar de nuevo a la cumbre y siguiendo un viejo sendero ir descendiendo hasta volver a encontrarnos con el bosque quemado. Recuperamos nuestro sentir Homo sapiens para recordar el paisaje que fue, pese al horror que sentimos al ver que en las lomas no ha quedado rastro de la alfombra de tomillos, espliegos y otras hierbas, y bajo los troncos huecos por donde el fuego se infiltro hasta quemar la última capa de celulosa, en un suelo estéril se abren túneles de lo que fueron las viejas raíces de los pinos talados en su día, que han sucumbido al fuego. También para imaginar y hacer crecer la esperanza en un futuro mejor.

Deja un comentario