I. JUSTO. veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno

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Siento el frío. El cuerpo avisa de la llegada del invierno. Se entumece como  cuando  llegaba el día de Todos Los Santos. El ánimo se sobrecogía con la caída del cielo de cortinas de matacabra, que cerraban a su paso la vista de los lejanos horizontes divisados días antes desde los collados; preludio de  las primeras nieves que terminarían ocultando bajo su manto los cultivos, los arbustos, los pastizales, las rocas. Tan sólo los árboles sobresaldrían, como retazos de la memoria del paisaje, si no es que terminaban aplastados por el peso del cúmulo  de tanta nieve caída sobre sus copas. Aún entonces sus esqueletos terminaban aflorando  en cada deshielo para recordarnos su presencia.

Pero hoy  no es un frío pasajero el que me aflige. Siento que es aquel  que  va a enfriar definitivamente mi  cuerpo.  Ante este dolor, sólo el calor de los recuerdos calma mi angustia.

Mi gente, la más próxima, aún no me reconocen. Incapaz de transmitirles mis sentimientos  ven en mí al hombre viejo, arrugado, sin dientes. Me ven agotado, como si quisiera huir de la vida. No me identifican con el  viejo tronco de sabina albar, retorcido entre el pedregal y tumbado por el azote del viento, en cuya corteza se incrustan manchas de líquenes, al igual que esas manchas oscuras, que han ido apareciendo en mi piel conforme envejezco; viejo árbol que se resiste a caer porque quiere volver a ver amanecer cada mañana, a sentir el azote del viento cuando solla fuerte los días de invierno o la calma de los atardeceres del verano. Olvidan,  que no me rendí en cada uno de los latigazos que  la vida me ha dado desde aquel día del verano de mil ochocientos noventa y dos  en el que los gritos de mi madre en la alcoba salían de las  paredes de la Masada. La Masada, sus piedras  hoy son ruinas, localizada en la  montañas que desde aquí veo elevarse hacía el Levante.

Todo esto lo pienso junto a la  era de trillar,  en el  arrabal de la ciudad donde he vivido más de la mitad de mi vida. Aquí,  medito y siento cada una de las palabras que en mi interior suenan junto al rugir de los chirridos que al respirar repican en mis bronquios como suspiros de vida. Igual que gemía la puerta de la Ermita, cuando la abrió mi padre al amanecer de aquel lejano día once de Julio para hacer tocar las campanas y anunciar a los vecinos el nacimiento de un nuevo parroquiano de San Bartolome. La noticia se extendió hasta cada familia, como el arrullo de las venas  del arroyo cuando se deja caer desde las cabeceras hasta el fondo de los barrancos tras los deshielos de la primavera; todos supieron que había un nuevo niño  en las  masadas de La Baronía de Escriche.

Cuando estos recuerdos sean los suyos, cuando la vida les haga volver la vista atrás, me conocerán. Comprenderán que sus héroes no han de buscarlos en su deambular por lejanos lugares, ni en personajes de ficción no conocidos,  si no en su propio pasado entre aquellos que les han dado su identidad. Como ellos, en su momento y no antes, serán la referencia de la identidad de los que vendrán: un peirón que los debe guiar en su vida.

Cuando el Presidente Arias Navarro anunció por la radio la muerte de Franco, temí que la historia de nuevo se repitiera. Mi generación que ha vivido guerra tras guerra, agonía tras agonía, miseria sobre miseria, ve en este dictador  la seguridad de que tu humilde casa  sigue en pie y no hemos tenido que volver a levantarla desde los escombros. No nos hemos preguntado por el precio que ha costado serenar al país, porque nos hemos sentido protegidos de que cuando amaneciera  cada nuevo día tendríamos lo poco, lo escaso que con el trabajo hemos logrado reunir. Me es difícil explicar porque debo agradecer a este hombre mi vida desde mil novecientos treinta y nueve, cuando su avaricia fue causa de que mi pasado quedara completamente arrasado. Sin embargo ¿será miedo? temía lo que pueda venir tras su muerte. Me horrorizaba  pensar en los horrores que les pudira llegar a   estos niños que juegan a ser mayores en la calle de estos barrios de los arrabales, si de nuevo las tierras de España vuelven a ser azotada por bandoleros,  perseguidos ó aventureros que acosados por las oligarquías del país se ven obligados a refugiarse y encontrar cobijo entre los pobres e indefensos campesinos, aquellos que todo lo tienen del trabajo de una tierra que no es suya. Tampoco puedo olvidar el calvario de tantos desaparecidos y muertos por la dictadura como precio de pacificar al país con esa terrible herramienta que es el miedo.

Los zagales juegan sobre esta   gran mesa redonda de losas horizontales cubriendo el tapiz de arcilla. Han quedado atrás los veranos en que amontonaba los haces de cebada y extendía  el manto de mies  para pisarla en círculos, una y otra vez, separando el grano de la paja con aquél viejo trillo de madera con pedernales incrustados del que tiraban el mulo de mi hermano Francisco y la burra que me ayudaba con los trabajos en la huerta; la trilla. Quizás aún sobreviva hoy el viejo trillo, como yo,  pero sin utilidad sea mero adorno como mesa en alguna de las masadas de la sierra  hoy convertidas en hotel. Me llega el recuerdo del  viento, en aquellas tardes del estío, que aventando la paja auguraba bondades de cosecha. Hoy al escuchar los ecos que llegan de Madrid, el  Parlamento tomado por un Teniente Coronel de la Guardía Civil, temo que mis temores  se cumplan.

Uno de esos muchachos es mi nieto. Ese que me mira a los ojos sin alcanzar a ver su fondo, ni retener el color de estos ojos claros castigados por tantos resplandores dolorosos. Él, que con tanto  respeto me observa  cuando escucha cada uno de los relatos que le cuento, no es consciente aún de que en pocos años cuando él comience a ser viejo, encontrará en ellos un motivo para pensar sobre si mismo. Temo por estos chicos, porque  vuelvan a sufrir,  a estremecerse ante la muerte amenazándoles cada momento del día.

Me entristece pensar que la alegría de sus juegos sea preludio de dolor y tristeza. Aquel que yo sufrí el día en que los lloros y gritos de mi hijo  nos despertaron de la siesta cuando la espoleta de una bomba abandonada le seccionó las puntas de los dedos de la mano derecho. Como llore, unos años antes, al ver en la madrugada resistir a soldados republicanos a  golpe de bayoneta corriendo por  las laderas del Cabezo Alto y caer entre gritos de dolor al alcanzarles la metralla del bombardeo de la aviación, lanzada para romper líneas defensivas del ejercito leal al gobierno de la nación; jóvenes soñadores  que pretendían frenar el  avance de  las tropas fascistas.

Siento no poder estar a su lado para ayudarle. Para defenderle del  odio,  experto en  enturbiar los deseos del renacer. Yo ya sé, que tras cada invierno duro y cruel siempre  vuelve una primavera dulce a  los campos de la montaña. Esos a los que cada mes de mayo retornaba el rebaño, que  en los días cortos y fríos de noviembre habían bajado para pastar en el reino, las tierras del Levante. Los ganados trashumaban a través de veredas marcadas por paredes de piedras colocadas una encima de otra, en ocasiones formando dibujos y formas singulares, construidas desde no sé que tiempo; no importa a pesar de no haberlo vivido también lo fue el mío.

Me preocupa no estar para  protegerlo  de la hostilidad que en esos momentos se infiltra en todos y en todo. Enemistad que tanto cuesta desterrar, pero que al final hay que dejarlo rodar por la pedrera. La lucha fraternal visceral se convierte en historia, porque  sólo así se puede continuar viviendo. El perdón no significa olvidar, tampoco   reconocer que tuviera razón  la injusticia.

Al igual que presiento mi muerte, sé que esos, que hoy ven a un viejo agotado, retornaran al recuerdo de mi persona, porque sólo así se encontrarán a ellos  mismos y podrán iniciar su  propio camino para no sentirse solos. Aquí, mirando a mi pasado, la vida me ha enseñado la necesidad de sentirme rodeado de los míos, aunque el silencio impregne el ambiente y no comprendan que este viejo es un retazo de ellos.

Un comentario sobre “I. JUSTO. veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y uno

  1. Estoy segura que estos recuerdos de tu abuelo te han arropado y protegido del sufrimiento en muchas ocasiones. ¡Ole por el bravo Justo! Gran persona y personaje. Aunque quizá lo puedan adornar los ojos de su nieto, no desmerece un ápice la talla humana y la raza fuerte de este turolense.

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