
Al salir del bosque nos reciben bancales en barbecho y el camino nos dirige a una vieja casa con el tejado hundido. Su imagen nos invita a acercarnos al regazo del soportal en busca de las voces, que no llegan, invitándonos a sentarnos y descansar tras tomar un sorbo de agua fresca. Asomados a la puerta entramos con la precaución de unas ruinas que pueden desplomarse en cualquier momento, con el miedo de sentir la presencia de quienes ya no están, aquellos que sólo conocemos de los relatos del abuelo, los campesinos que esperábamos escuchar con su peculiar carácter de atalantar con esmerada hospitalidad.
Las paredes enyesadas, tímidamente blancas, abigarrado el color por el humo, la fermentación del estiércol, la humedad que ha invadido el vacío dejado cuando se apagó el hogar. Aún conservan agarrado a las vetas de las vigas carcomidas, a las grietas del yeso, el aroma agrio del ganado que habitó las cuadras.
En la cocina el olor se confunde con los recuerdos que permanecen a pesar de que la chimenea y el horno se han desplomado. Apenas queda la puerta y parte de su bóveda de piedra rellena de arcilla para reivindicar su existencia. La sala contigua, donde se amasaba el pan en la artesa, permanece oscura, Cerrada la pequeña ventana abierta al norte, la única que se conserva en la casa.

En el suelo los cristales rotos nos muestran lo que queda de aquel porrón lleno de vino que al tragarlos raspaba la garganta. La suela de la bota rechina al rozar con lo trozos de la cerámica de los cantaros que reposaron bajo la alacena, en la tabla donde se sostenían incrustados en los agujeros hechos a la medida. Los subían llenos en los serones de la burra desde la fuente del Peral, se balanceaban al trote del animal y salpicaban el lomo de la acémila refrescando las heridas que el roce de los apeos abría en su piel; también llegaba lleno el botijo, al exudar por sus paredes mantenía fresca el agua. Con su contenido se llenaba el barreño de barro, teñido de esmalte verde en su interior, para fregar la vajilla. Después de secarla con un paño se colocaba en las vitrinas del armario del que apenas hoy se conservan los marco de sus puertas y algún ladrillo de la estantería.
La estaca de madera, clavada en la pared, detrás de la puerta, resiste al monstruo que ha ido devorando el lugar. Era la percha de la escopeta de pestillos. Sólo la descolgaban las manos agrietadas y endurecidas del pastor, las que se estremecían al tocar el frío metal de los cañones, antes de salir a la calle para impresionar al desconocido que se acercaba por el camino; una precaución para quien la experiencia le hacía recelar cuando el instinto le marcaba la señal de alarma. En otras ocasiones la tomaba para, acompañado del perro, cazar alguna liebre en esas tardes cortas del invierno en las que el ganado permanecía en la paridera.
No queda nada del aroma de los vapores del puchero. Calentaba el caldo de coles acompañadas de patatas untadas con grasa de cerdo, junto a la lumbre del fuego bajo. Templaba el cuerpo helado después de regresar encogido por el frío de todo el día guardando las ovejas en los cabezos, resistiendo al azote del viento con una manta enrollada al cuerpo, con sólo el cobijo del abrigo de una pared de piedras a cuyo resguardo encender una aliaga con la que reavivar por un momento las manos, cuando al rozarlas una a otra ya no se sentían.

Una estrecha escalera, también de yeso, con el borde de cada escalón protegido por una tabla de sabina, nos lleva al piso de arriba. Nos recibe otra chimenea hundida. Quiere caldear, y no puede, el ambiente de las habitaciones, templar la rigidez del viento que se infiltra por las ventanas rotas y las paredes caídas. Al fondo del granero aún se conservan restos de las gavillas y el polvo del centeno que guardó, cubiertos con montones de egagrópilas de la lechuza instalada en la masada abandonada.

El tejado ha cedido. Crujieron las tablas que sostenían las tejas y todo su peso cayó desplomando el suelo. La lluvia, nieve y granizo han comenzado a arrasar los restos del edificio. Hace años que no hay brazos para retejar, cambiar las maderas y el cañizo roto para sostener encima la teja junto al barro, alinearla junto al resto de la hilera para que el agua se deslice hasta la canalera. No hay vuelta atrás, sin remedio en pocos años se convertirá en un montón de piedras desordenadas que se iran enrunando con la arena arrastrada por el cierzo. Se elevará un túmulo rodeado de tierras de cultivo abandonadas, se borrara su existencia y únicamente los recuerdos reconocerán el lugar.
Estas tierras vuelven a recuperar el espíritu abandonado cuando muchos siglos atrás el hombre comenzó a desbrozarlas para construir en ellas su hogar. La cabra montes, el jabalí, el corzo que huyeron entonces, regresan ocupando de nuevo su lugar. También durante el invierno, bandos de zorzales llegados de Europa, en los años veceros se instalan para comer los gálbulos de las sabinas y enebros que han comenzado a crecer en los campos que hace apenas unos años se sembraban de centenos y cebadas. Trozos de tierra ganados a la ladera, donde todavía permanecen agarrados por los muros de piedra seca amontonados por esas manos endurecidas por el trabajo.
Bonita y emotiva descripcion.
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