BAÑO DE BOSQUE EN LA CABECERA DEL BARRANCO ZOTICOS

Bucear entre los pinares es lo que más deseábamos durante los 98 días de confinamiento por el COVID 19.

Sumergirnos en este inmenso océano bajo el cielo azul en la montaña y caminar sobre la hierba verde, cual posidonia de los fondos del Mediterráneo, salpicada de inmensos colores del moteado de la floración de esta primavera benefactora en lluvias. Colores que se mueven cuando las mariposas vuelan y se posan.

Aislarnos de tanto ruido que el día a día nos aporta, para sentir el silencio con el sonido de verdecillos, pinzones, carboneros, agateadores, trepadores, chovas piquirrojas. El silencio necesario para poder escuchar el sonido del viento sollando las copas de los pinos. Acompañado de los tonos de los cencerros de vacas y ovejas, las voces de los pastores ordenando a los perros, los ladridos de estos dirigiendo a aquellas al redil.

Impregnarnos de tantos olores que creíamos perdidos. El de la vegetación húmeda, la tierra encharcada en la cuneta de la senda, el rastro del jabalí que ha levantado el prado con la jeta, el del corzo al que escuchamos huir.

Sentimos las caricias de los enebros que se cruzan en la senda y nos rozan la piel. Son abrazos que los humanos hemos dejado de darnos por esta pandemia que ha congelado tantos sentidos por el miedo al contagio.

Recuperamos durante el descanso, en la parada bajo la copa de un viejo árbol con vistas a la profundidad del valle, el sabor de una tortilla de patata entre el pan untado de aceite de oliva y tomate con la que reponemos fuerzas.

Inmensa biodiversidad que nos acompaña. Entre tantos grupos de fauna y vegetación que comparten parentesco, los sapiens debiéramos sentirnos huérfanos habiéndose extinguido nuestros parientes más próximos. Y sin embargo somos capaces de aunar en la búsqueda de diferencias inexistentes en nuestra única especie, para hacer aflorar brotes de racismo. Desigualdad y violencia con las que es difícil construir un mundo en equidad.

El último farallón de roca caliza tapizada por una extensa alfombra de sabina rastrera que la oculta, nos abre paso a la cima. Desde arriba contemplamos el extenso horizonte de suaves pliegues ondulados del cretácico, en ocasiones cortados por profundos barrancos donde se refugian bosques de tejos, que creíamos extintos, junto a pies de tilos abigarrados en la inaccesibilidad de la pared vertical. Un inmenso territorio despoblado entre los municipios de Catavieja, Mosqueruela, Valdelinares y Fortanete, cubierto de un bosque de pino silvestre, en el que en las vaguadas se abren amplios claros donde subsisten antiguas masadas, que con enorme esfuerzo y haciendo equilibrios aún conservan las paredes en pie si el tejado no se ha desplomado, como lo han hecho los muros de piedras que sujetaban los bancales de cultivos.

Encontramos profundos sentimientos del dolor, que permanece en estas construcciones, de cuando no hace más de ochenta años las dejaron sus habitantes. Se encontraron en la línea del frente abierto en la guerra del maquis contra la dictadura franquista. Fueron obligados a dejar su hogar para que los primeros no encontraran del apoyo necesario para resistir en el monte. Un dolor que se va disipando conforme las paredes caen y entierran en el olvido los recuerdos.

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