
Vuelvo a paisajes que hace décadas visité y había olvidado. Profundos barrancos labrados por el agua, abriéndose paso desde la tierras altas hacía el cauce del río Turia fluyendo hacía el mar Mediterráneo.
Una compleja geología del terreno que es necesario estructurar. Ubicar cada estrato en su momento y relacionarlos con las tectónicas sufridas que los han plegado, los han hundido o los han levantado. Un puzle difícil de volver a encajar y no fácil de comprender mirándolo fuera de la escala del tiempo geológico. Los flancos de las calizas del Jurásico entran en contacto con materiales triásicos, en los que las capas duras del Muschelkal resisten la erosión frente a los frágiles materiales de arcillas y yesos del Keuper. Estos materiales vacían el valle dejando cárcavas en las que convergen diferentes colores. Desde este espacio se inicia la erosión remontante con la que el agua abre los desfiladeros en la caliza. Grietas escalonadas por el ritmo que marca la erosión ante la fuerza momentánea de la riada y la respuesta de los materiales. También por los grandes bloques desprendidos por las paredes y arrastrados por las aguas hasta encallar en el diminuto ancho del trazado que retienen la fuerza torrencial desprendida por la tormenta. Dulcificando la escena aparecen marmitas horadadas por remolinos producidos entre el serpenteante trayecto del torrente.
En esos cañones se refugia la vida. En las grietas de las rocas se agarran las plantas que encuentran un lugar más húmedo con más sombra, protegidas de la competencia del mundo más hostil en el exterior, donde domina la sabina roja y el romero. También la fauna encuentran cobijo para establecerse en momentos muy delicados de su vida como es el periodo de la cría. Las ventanas de sol abiertas durante los días fríos de invierno, al calor desprendido en la pared orientada al sol de la mañana, revolotean mariposas que aprovechan ese momento para despertar de la hibernada antes de volver de nuevo a la grieta o al hueco del tronco de la encina donde cobijarse de la helada que volverá al anochecer. En una cornisa del alto del farallón el halcón peregrino lanza gritos informando de su territorio. Una repisa, en mitad de la pared, conserva un viejo nido de águila real y su estado de semiabandono nos alerta de la desaparición de la pareja reproductora.

Al desembocar en el cono de deyección donde acaban las rocas duras, se abre en abanico los materiales arrastrados. Y allí, en el contacto con las impermeables arcillas fluye el manantial del agua infiltrada entre la permeabilidad de toda la mole carbonatada.
Nos gusta remontarnos en estos espacios. Algunos se han habilitado con apoyos y escaleras para hacerlos accesible. Hasta entonces solo aquellos montañeros con habilidad en el manejo de cuerdas y clavijas se aventuraban a recorrerlos en toda su extensión.
Sin esa técnica, otros solo los remontamos hasta llega al escalón inaccesible donde en caída libre el agua no ha llegado todavía a abrir un paso fácil.
Más de treinta años después recuperas la memoria. Y en el reto chocas con las limitaciones que la edad te marca. La elasticidad de piernas y brazos no es la misma y te frenas a asumir más riesgos de los debidos. Aún así recuperas esa sensaciones que transmite el tacto con la roca al buscar un punto de agarre para manos y pies con lo que ascender completamente pegado a su perfil, momentos en los que sientes el abrazo con la madre Tierra.