VIII. LAVIANO

Laviano

Trabajaba en la Masada de la Cuesta la Cera, camino del pueblo de San Blas, a escasos kilómetros de la ciudad de Teruel. Apenas llevaba un par de años en la ciudad, a la que había llegado desde Torrelacarcel unos años después de que su familia, camino de la ciudad y siguiendo la vía del tren, dejará el pueblo en busca de nuevas oportunidades. Toda su vida había trabajado de jornalero y criado en una de las haciendas del pueblo; allí se había quedado cuando sus padres y hermanos marcharon. Le conocían ya en Teruel como el Lechero de San Blas, pues cada mañana tras levantarse temprano para terminar de ordeñar las vacas que habían quedado pendientes la noche anterior, con una mula y un carro cargado de grandes lecheras recorría las calles vendiendo leche. Su padre había encontrado trabajo en una almacen de “envasados y coloniales” ubicado en La Ronda, junto al Torreón de la Muralla. Tenía un jornal mensual, era un sueldo seguro que no estaba fluctuando por llovía, nevaba o hacía calor. Además siempre obtenía algún extra en botellas de aceite, latas de conserva, saquillos de arroz, judías o garbanzos, que ayudaban a alimentar a una extensa familia con siete hijos.

Su hermano pequeño se acercaba muchas tardes a acompañarlo en la masada donde vívia solo. La masada era propiedad de un burgues de la ciudad, que simpatizaba con la Falange. Los primeros meses de la guerra civil era frecuente que, cerca de la casa y de los campos donde pastaban las vacas, cayeran sin explosionar proyectiles de artillería y aviación. Los dos hermanos los recogían y las colocaban alrededor de la pila de ciemo de la granja, como si fueran flores de hierro. Una noche explosionaron, por el calor del estiercol ó por la llegada de un nuevo proyectil que estalló, afortunadamente solo se exparció la mierda de las vacas sin otros daños personales ni materiales. Se llevaron un buen susto, a partir de aquel día supieron el peligro de la guerra, el riesgo de que el sonido silbante de las balas sin destino les atravesara su diminuto cuerpo a su paso, y se refugiaron dentro de la casa cuando escuchaban el rugir de aviones o cuando se intercambiaban tiros entre las dos líneas del frente.

El treinta de Mayo de mil novecientos treita y siete desapareció. No deja ninguna nota y lo buscaron sin éxito por si hubiera fallecido en alguna acequia cercana o en el río donde solía acudir a pescar cangrejos. Reclamado por unos milicianos, que atravesaron la vega del río Guadalaviar aprovechando la oscuridad durante la noche, acompañado de otro chaval, Juan Herrero de San Blas, se pasó a las tropas republicanos y se alistó en el cuerpo de carabineros. Los dos muchachos eran casi niños, con apenas diecisiete años cumplidos.

Los días de la toma de Teruel, en las navidades de ese mismo año entró en Teruel junto con el treinta y cinco batallón de carabineros, perteneciente a la División cuarenta y dos, la que mandaba el Capitán Nieto de ideología anarquista y que había ocupado posiciones en el barrio de La Aldehuela. Llegaron a la ciudad, tras las fuerzas de choque, entre las que se encontraba el Batallón Lincoln-Washington, para “poner orden”. Acompañaban a los comisarios políticos que aparecían tras la batalla. En muchas ocasiones viejos vecinos que habían huido y regresaban para identificar a aquellos que se habían significado del lado de los sublevados, a los que habían participado en linchamientos, a los responsables de fusilamientos en los primeros días del golpe de estado, también a quienes por cuestiones personales tenian ojeriza. Su presencia reprimía los primeros impulsos de los soldados en desvalijar la ciudad y tomar un tributo como pago a su esfuerzo; aunque ellos mismos, las tropas que debían poner orden, no dejarían pasar la oportunidad de tomar un abrigo con el que soportar el frío o algún jamón abandonado en alguna de las casas que iban registrando en busca de francotiradores ocultos.

Al término de la guerra, tras pasar por el campo de concentración de Soneja, regresó a Teruel. Se había iniciado un proceso penal por el fusilamiento de dos mujeres en los días después de la Navidad, ya terminando el año mil novecientos treinta y siete cuando la ciudad ya estaba ocupada por las tropas republicanas salvo los reductos franquistas acantonados en el Seminario. La declaración de Juan Herrero le implica, dice estar acompañado por él y otros dos soldados de Andalucía y Extremadura cuando fueron a comprobar e identificar, el día dos de enero de mil novecientos treinta y ocho, los cadaveres de dos mujeres asesinadas tras el edificio de La Beneficiencia. Es detenido nada más llegar a la ciudad. Su destino no fue el campo de concentración habilitado en Castralvo, donde trabajos forzados en la reconstrucción de infraestructuras podían redimirle la pena por día trabajado. Lo mandarón, tras su declaración ante el juez, directamente a la cárcel, primero en el Convento de Capuchinos de Teruel, después en la de San Juan de Motorrita en Zaragoza. No fue liberado hasta el mes de Junio de mil novecientos cuarenta y cuatro, en que lo sacaron para que falleciera en su casa. Estaba enfermo de tuberculosis, la enfermedad que le invadió lo pulmones debido a su sufrimiento durante la guerra y sobre todo el ocasionado durante el proceso de prisión: a la mala alimentación, a las condiciones higiénicas, a la palizas que recibió. Tenía veinticuatro años, demasiado jovén para envejecer de dolor. Antes de morir, al llegar a casa, tras dejarle salir del hospital sin esperanza en sanar y con los días de vida contados, liberó el jilguero encerrado en una jaula de madera con rejas de hilo de alambre. La familia lo abrazó, estuvieron a su lado, no lloraron mientras respiró, pero no hablaron; quien podía decirle a un joven que se moría. La muerte guillotinó la esperanza de quien había sacrificado su juventud por un sueño que se convirtió en pesadilla.

En los años de la primera década del siglo veintiuno se aflojó el nudo con el que el país había cerrado a la memoria histórica de hechos acaecidos durante la guerra civil y los primeros años de la dictadura. Los cordeles que ataban los legajos de su expediente, del sumarísimo a que fue sometido y que le llevó a la muerte, se abrieron. Su lectura revivió su historia y de ella surgieron preguntas. Primero por los motivos por los que un adolescente de dieciséis años opta por alistarse en el frente. Por como el frente de guerra le hace madurar, vivir con intensidad su vida, una vida a la que apenas le quedaban de tiempo siete años. Siembra dolor conocer las irregularidades y falta de defensa jurídica que se observan en el procedimiento de instrucción del proceso que le privó de la libertad, le hizo enfermar y le llevó a la muerte. El principal testigo, hermano e hijo de las mujeres asesinadas, reconoce conocerlo, pero también que no estaba junto a quienes se llevaron a su madre y hermana para fusilarlas, tampoco entre quienes lanzaron una granada en la cochinera y mataron a los cerdos, ni era ninguno de los que se llevaron la novilla que la familia guardaba en la cuadra. Sin embargo la sentencia de treinta años no se anuló ni se rebajó.

La batalla de Teruel ha sido narrada por diferentes autores. Pero apenas se ha escrito sobre los sufrimientos de la población civil desde el origen de la contienda. Fusilamientos y expurgas, de uno y otro bando, en las que en muchas ocasiones existían intereses personales y no ideológicos. La instrucción del expediente, que sentenció a Laviano, se ciñe sobre todo al barrio de las Cuevas del Siete. De las declaraciones durante la instrucción, de testigos y acusados, puede deducirse aspectos de la vida de aquellos días en las calles de la ciudad, cuando cayó en un infierno donde ardieron no sólo las propiedades de los vecinos, también todo su alma cobijada en el corazón a lo largo de una vida, cuya destrucción ya no se reconstruye nunca.

Unos meses después de que se alistará al cuerpo del carabineros del ejercito republicado, en los días en que la ciudad de Teruel durante apenas dos meses fue recuperada por el Gobierno legítimo, su familia fue evacuada y hasta el fin de la guerra estuvieron en Murcia. Aunque no los pudo ver cuando paseaba en los primeros días del año mil novecientos treinta y ocho por la calle del Tozal, cerca de la Calle Ainsas donde residían, conocío su destino en Caravaca y les visitó en alguna ocasión.

Rebuscando en la historia del aquél periodo histórico de España, conocemos que aquel campo de concentración de Soneja, donde estuvo retenido al terminar la guerra, también retuvo prisionero al intelectual y luego dramaturgo Buero Vallejo. En el frente de Teruel los miles de jóvenes que luchaban por la República entendiendo que luchaban por la libertad, muchos de ellos de las clases sociales más pobres del país, debieron compartir algún momento con el poeta Miguel Hernández. Sin duda esa experiencia debió marcar tanto a los intelectuales como a aquellos jóvenes, incluso niños que por excepcionales circunstancias eran soldados. Unos debieron aprender de los otros, sobre todos los afortunados que lograron sobrevivir.

La ingenuidad de aquellos jóvenes debió ir forjándose en su contacto con los comisarios políticos presentes en las Brigadas. Los comisarios que al ocupar pueblos y ciudades, acompañados de los soldados y del camarada del pueblo, iban casa por casa a detener, en muchos casos, durante los primeros momentos de la ocupación, a fusilar a quienes abiertamente se habían declarado del bando contrario, a quienes unos días antes habían actuado de igual manera con sus vecinos de izquierdas, en muchos casos, demasiados, a quienes debían deudas y con el desconcierto de la limpieza ideológica aprovechaban para liquidarlas señalándolo.

La ochenta y cuatro Brigada Mixta, en premio a su entrega y esfuerzo durante la toma de Teruel por la Republica, fue retirada de la primera línea de combate el día dieciseís de Enero, dirigiéndose a un convento de Rubielos de Mora con la promesa de descanso. Antes de las cuarenta y ocho horas de llegar tras realizar cincuenta y seís kilómetros a pie, el día diecisiete de Enero, ante la amenaza de perder la ciudad por el avance de las tropas franquistas enviadas a recuperarla, reciben una contraorden para volver al frente. Seiscientos hombres del primero y segundo batallón, «el Azaña” y “el Largo Caballero”, se sublevan. Por el Coronel Andrés Nieto son desarmados y reciben un castigo ejemplar, son fusilados, sin juicio previo, uno de cada diez amotinados. Catorce lograron escapar, cuarenta y seis militares fueron arrojados a una fosa común anónima. Triste destino para los supervivientes, “los heroes” que arrebataron al fascismo durante treinta días la primera capital de provincia de la nación, hazaña que no volvería a repetirse en toda la guerra.

Conforme el ejercito republicano se retiraba hacía el Levante, Laviano fue retrocediendo junto al resto de los soldados hasta que cayó Valencia, no sin antes seguir peleando, seguir sufriendo y resistiendo en la línea de fortificación XYZ, retrasando el destino final de quienes ya habían perdido la guerra, abandonados por Europa y por la población de la retaguardia que, sin sufrir el olor a la muerte en el frente, sentían el hambre y la continúa llegada de refugiados y de soldados destrozados por la batalla.

La lectura de la instrucción de su expediente penal, con las declaraciones de vecinos y acusados, revive el ambiente que se vivía en aquellos días en Teruel: miedo y odio. También la nulas garantías en que se desarrolló el juicio, sin ninguna posibilidad de defensa. Los cuatro acusados son declarados culpables. Uno de los acusados, «el Francés», no es localizado. Otro, «el de la Morena», es condenado a pena de muerte, que le  sería conmutada después de mil novecintos cuarenta y cinco saliendo en libertad provisional. Juan Herrero condenado a pena de prisión, obtendría también la libertad provisional, pero tras no presentarse a la comandancia de la Guardia Civil en el Barrio del Cabanyal en Valencia, es declarado profugo. Se incorporó al “maquis”, donde fue conocido como Juan el de San Blas. En la Agrupación GuerrilLera de Levante y Aragón (AGLA) participó al mando de Delicado en varias acciones. Delicado, había sido Capitán de inteligencia con el Ejercito de la Republica y después había colaborado con la Resistencia Francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Juan Herrero falleció en Libros (Teruel) el veinticuatro de julio de mil novecientos cuarenta y ocho, durante un enfrentamiento con la Guardia Civil. Delicado fue víctima de las expurgas internas que en aquellos años también se realizaron dentro de la guerrilla, fruto del conflicto interno entre anarquista y comunistas arrastrado desde la la guerra civil.

Laviano falleció el ocho de junio de mil novecientos cuarenta y cuatro. No recuperó la libertad. Agonizó mientras coágulos de sangre ahogaban sus últimos suspiros derramados por una España carcomida por la guerra. El pueblo pobre, ya embarrado por los horrores de la batalla, terminó hundiéndose en los lodos de los fangos de la cienaga donde llevarón los vencedores a la nación. No es fácil recuperar el sueño por una sociedad igualitaría y justa. Tenemos esa deuda hacía aquellos que quedarón en el camino, tantos en fosas anónimas perdidas en medio del campo. Hemos aprendido que las armas sólo las compran los poderosos, su mano indiscrimianda dirigiendo la guadaña no mira a los ojos de quienes sufren su corte y ellos no reciben el dolor al tocar su filo. Sólo nos sirve el corazón y la razón como únicas herramientas para lograr llegar a la equidad y la justica sin dejar un rastro de sangre en el camino.

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