Difícil imaginar la toponimia local, si no se visita este rincón tras intensas lluvias que recargan los acuíferos y las esperanzas de las gentes de la vida de esta Comarca.
El valle de las Motorritas drena desde sus regueros, barranqueras que convergen en el cauce del río Alfambra, al que se unen cuando la lluvia empapa la tierra por el agua que rezuma de las laderas a través de los poros que se abren en las calizas. Pinares de silvestre y manchas de pastizales donde pastas vacas y ovejas, salpicados de relictos florísticos de tiempos más húmedos, allí donde la roca les cobija y le ofrece pequeños microclimas donde no ser absorbidos por la competencia de quien domina el paisaje.
Un medio natural donde no solo incide aspectos físicos, suelo y clima, también el hombre. Su actividad ganadera ascentral, antaño con especies autóctonas adaptadas a las peculiaridades del terreno y de las que apenas quedan unos ejemplares de vaca Serrana Ibérica, que lo mismo daba carne, que leche, que tiraba del arado o el carro. Se alimentaban con el áspero y escaso pasto de estas tierras de montaña del sur de la Ibérica. Un puñado de ganaderos también mantienen el tesón de no dejar extinguir a la oveja cartera.
Sobre el cielo gris plomizo, que anuncia lluvias y nieves, aquí en los altos algún que otro buitre planea enfrentándose a un viento, al igual que chovas y córvidos achuchan a solitarias águilas reales que todavía perviven en estos territorios, donde la liebre es su presa. En el invierno la trucha remonta el cauce, casi imposible imaginar como pueden superar las cascadas, que la geología del terreno conforma, para llegar a las cabeceras donde frezar y permitir la renovación de la vida.
Nexo de rituales religiosos, pero sobre todo lugar de unión de las gentes masoveras que se identificaban aquí. La Ermita de Sta. Quiteria se eleva en medio del valle donde concluimos nuestro viaje.
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