La gran nevada de este invierno que colapso la sierra de Gudar no ha minimizado los efectos de la disminución de precipitaciones, que arrastra este territorio desde hace unos años. Las tormentas de las primeras semanas de Junio han refrescado el ambiente y la vegetación ha respondido a esa oportunidad ofreciendo verdor y colorido durante unos días, una primavera rápida acosada por olas de calor cuando todavía el verano no ha comenzado.
Era cuestión de aprovechar estos días para visitar la sierra. En concreto el bosque de Tilos del Barranco Gisbert, junto a la Masada Las Celosías. Constituye un reducto de vegetación singular. Un barranco áspero en sus formas y en el sustrato de su suelo. Una caliza que absorbe toda la humedad de la lluvia y que acumula el calor de los rayos de un sol que la penetra al no encontrar ninguna resistencia como la que pudiera ofrecerle la sombra de la vegetación, pero aquí en muchos lugares sólo queda la roca desnuda. Campos de pastizales rosigados por las ovejas desde tanto tiempo atrás que no se recuerda. Carrascales que rebrotan de tocones aserrados para el carboneo cuando la leña era la energía para forjar el hierro, para cocinar en el hogar de la casa siempre encendido con un puchero calentándose en las brasas.
El fondo del barranco aporta umbría y humedad que ha permitido sobrevivir un bosque de arces, de tilos, de quejigos con un fuste excepcional en comparación con la mayoría de los pies que se conservan en la zona y en el resto de la provincia de Teruel. También un pequeño bosque de Pópulus trémula, el álamo cuyas hojas tiemblan al roce del viento, un árbol tímido que se sonroja cuando el otoño le avisa de la llegada de su sueño invernal.
EL uso del bosque por el hombre no ha alterado en exceso su funcionalidad natural. En las últimas décadas, en que la presión de las actividades humanas se ha suavizado, fácilmente retorna a su estructura silvestre. Un regreso a etapas donde la escasez de grandes árboles que cierren en penumbra el fondo del bosque permite el desarrollo de multitud de jóvenes plantas, son adolescentes, como los llama la geobotánica Hope Jahrem en “La memoria secreta de las hojas”. Jóvenes que explosionan de vitalidad pero sin saber ordenar donde dirigir sus fuerzas para conseguir asentarse un futuro. Las plantas necesitan priorizar donde dirigir su desarrollo. Desarrollar madera y crecer para elevarse en alturas donde nadie les haga sombra y les impida captar los rayos del sol con los que a través de la fotosíntesis obtener los azucares, que alimentan sus células. Expandir y hundir sus raíces para que no falta el agua, imprescindible para los seres vivos.
En este rincón de Mosqueruela, aún se conservan viejos árboles para aportar la experiencia que les ha permitido esta aquí desde hace siglos. Diría Peter Wohlleben en “la vida secreta de los árboles” que no sólo sus semillas son un seguro de subsistencia, su presencia sin lugar a dudas ayuda a sobrevivir a esta comunidad vegetal. Al igual que los rebaños que necesitan ovejas con experiencia que les guíe en momento de incertidumbre cuando se acerca una tormenta, una gran nevada, un vendaval, los árboles también necesitan a estos patriarcas que acumulan sabiduría para reponerse de cada perturbación que la vida le depara en forma de sequías, de plagas de insectos, de vientos helados. Los pastores conocen la necesidad de tener un rebaño con ovejas viejas que actúen de guia de sus compañeras. Los forestales no tengo claro que aún sean conscientes de ello. La sociedad tampoco. Todavía no hemos asumido que las plantas también son seres vivos que sientes, se estremecen y hasta emocionan, que no se pueden desplazar para huir del peligro, pero si pueden aprender a desarrollar mecanismos que le protejan y a comunicárselo a su comunidad. En el bosque existe más colaboración que competencia y una mutua ayuda en la que incluso hay indivudos que alimentan a otros más debeiles. Se sabe porque se ha encontrado troncos sin hojas, incpaces de alimentarse que todavía viven por la sabia que le transfiere su compañero. También se comunican para predecir riesgos como plagas de insectos y desarrollar toxinas con que defenderse. Y seguramente se estremecen de terror cuando escuchan la motosierra que corta a matarrasa el bosque.
La huella del hombre no sólo queda marcada en el paisaje. Un salpicado de masadas diseminadas recuerda un hábitat disperso que aprovechaba no hace más de 80 años los recursos naturales de estos lugares. En muchos casos las posibilidades para vivir eran escasas. Un pequeño masico en una empinada ladera en la que sujetar estrechos bancales con muros de piedra donde cultivar cereal, alguna patata en los campos al lado de la fuente y un rebaños de no más de 50 cabras que cada año aportaba queso y el dinero que pudiera llegar de la venta de los cabritos. Ha desaparecido el tejido social, se fue con destino a las grandes ciudades industriales. Una economía rural con pobres y ricos, con prestamistas y desahuciados en los años que la cosecha no llegaba para pagar el préstamo. Una autarquía organizada en torno a la cooperación por el interés común dejando a un lado la individualidad, que permitió subsistir durante siglos en estos lugares extremos. Su cultura y su arquitectura comienzan a hundirse. El olvido comienza a ocultar su existencia. Poco se ha escrito sobre las gentes que aquí vivieron. Aquí no tenemos un Severino Pallaruelo que nos cuente su historia, la vida rural del Pirineo ha quedado escrita en sus novelas, relatos y trabajos de antropología. Tampoco tenemos un James Rebanks que, en «La Vida del pastor» nos cuenta el ritmo actual en el Distrito de los Lagos de quienes se dedican a la cria de las ovejas herwick.
Hacía mucho tiempo que no hablaba con un pastor en su medio. Hoy lo he encontrado junto a la Masada Celosias. Un hombre no excesivamente viejo, curtido por el trabajo, por tantos días expuesto al sol, a la lluvia, al hielo, a la nieve y sobre todo al viento. En su medio yo soy el intruso. Intercambiamos palabra breves sobre diversos aspectos que invoca el lugar: el ganado que aún cuida, el que ahora pasta aquí y en invierno baja a una masada de Castellón donde el clima es un poco más benigno; el perro border collie del que se siente orgulloso y al que estima, porque esta raza ha sustituido a los viejos perros lanudos que según él eran muy carniceros, mordían demasiado a las ovejas; la malea, como el llama a la maleza, a esa explosión de vegetación que explota en desarrollo ante la oportunidad que se le abre al abandonar los trabajos del campo el hombre. Año a año los matorrales invaden las cabañeras, inundan las laderas e invaden incluso las ruinas de las masadas. Lo he dejado caminando hacía su rebaño, para moverlo hacía un bancal con un prado aún sin comer. Con paso lento se ha alejado con pensamientos quizás tristes por el mundo perdido, quizás por el tiempo que falta para que todo esto acabe o tal vez simplemente se siente sólo en nuevas formas de vida que llegan a través del turismo, muy alejadas de las que él ha conocido.
A escasos kilómetros, siguiendo viejas cabañeras que aún conservan las paredes de piedra que las delimitan, por donde circulaban rebaños de ovejas en sus desplazamientos. Vías anchas y estrechas, con descansaderos, cordeles y pasos a los campos, fuentes para abrevar, cruces de caminos para llegar a cada uno de los lugares donde vivía una familia con un rebaño. Hoy abandonado su uso convertidos en campos con arbustos difíciles de transitar, me acerco hasta el Barranco Los Lores. Me han hablado de los viejos pinos que conservan el lugar. Son viejos ejemplares que los propietarios guardaban en la pinada para momentos en que necesitaran grandes vigas de madera para reparar algún tejado de la masada. No defraudan. Fustes impresionantes de Pinus nigra, de un tronco que no pueden abrazar no menos de tres hombres, también Pinus silvestres a lo largo del barrancos con un porte viejo dan sombra a arbustos, que se abre paso allí donde el pinar termina. Es el lugar donde vuelan las mariposas, se posan en las flores para absorber su néctar y en las hojas y ramas donde depositan los huevos que perpetuaran el futuro de la especie. La umbría es una ladera de pinar silvestre. La solana son bancales abandonados, con pies de boj, de carrascas, de majuelos y espinos. Bancales que se sujetan con paredes de piedra que ya no resisten tronadas ni hielos, ni tienen hombres que reparen cada trozo que cae, a través del que fluye cuesta abajo el suelo del bancal para volver a modelar la ladera de la montaña en pendientes que van dejando sus cabeceras descarnadas de tierra.
Estos territorios se estan quedando vacios de gentes que quieran y sepan gestionar estos ecosistemas domesticados. El turismo que llega atraido para conocer la identidad rural. Para escuchar el rebaño de vacas u ovejas del que a la ciudad sólo llega la carne envasado en bandejas que vende el supermercado. Gentes que necesitan pasear por estos paisajes silenciosos de ruidos y repletos de sonidos naturales donde reencontrarse con su pasado, donde buscar su identidad perdida. Este turismo que ya es en muchos lugares la principal fuente de actividad en la economía rural, no aporta gestión en el manejo del territorio. Si esa gestión los paisajes pierden identidad. También pierden su principal reclamo por el que llega a estos lugares la gente de la ciudad: conocer la vida rural, sus gentes, su trabajo, su ganado, sus campos.
Es necesario no perder esta referencia. Como es necesario que sepan comunicar: unos, los valores por los que siente arraigo por el pueblo donde viden y, los otros, las sensaciones que encuentrna allí cuando veranean y que no les aporta su vida diaria en la ciudad.