Volvemos al Pirineo a conocer la montaña escrita con mayúsculas. Es un referente, un mito que se agranda conforme conoces más no sólo las fuerzas de la Tierra que levantaron y plegaron estos depósitos marinos, también la historia de las gentes que a lo largo del tiempo han habitado estos territorios, que por sus peculiaridades mantuvieron aisladas a estas comunidades humanas y las dotaron de una cultura singular.
Recorremos de nuevo Ordesa. Es un peregrinar hacía la cola de caballo de gentes que caemos en el reclamo de la estampa de un Parque Natural. El otoño todavía no ha decorado de ocre todo el esplendor del bosque caducifolio. Para la gente, que subimos desde tierras de más al sur, donde las montañas son extensas superficies alomadas y parameras altas, nos sigue sorprendiendo los altos picos, muchos días envueltos por nubes que no dejan ver sus cimas, desde donde los glaciares han rajado la montaña en valles que discurren entre inmensos precipicios de roca. Nos gusta contemplar la variedad botánica, tan distinta de las plantas comunes de nuestra tierra acostumbradas a la falta de lluvia. Y nos alegra volver a escuchar el sonido de las chovas piquigualdas lanzándose en picado entre una grieta y otra del farallón, comprobar su pico amarillo que las distingue de las chovas piquirrojas que nos acompañan, cada vez son menos sin saber el motivo de su escasez, en nuestros paseos turolenses, estas con el pico rojo. Nos hipnotiza ver revolotear al treparriscos como si fuera una mariposa, a la que se parece en su forma y colorido, entre las paredes musgosas donde aboca, desde casi el glaciar de Monte Perdido, el agua que conforma la cascada de la Cola de Caballo, en la cabecera del Circo de Soaso, ese pájaro tan bonito que algunos inviernos hemos visto en algún lugar de los desfiladeros fluviales de los ríos de las comarcas de Teruel.
Pese a la dureza de la montaña, la comarca del Sobrarbe viven un momento dulce. Los jovenes han apostado por seguir habitando su tierra y continuar con las explotaciones ganaderas de su familia cuyo origen se remonta en el tiempo. Complementan esa economía con el turismo invernal que llega a las pistas de esquí o el del verano a disfrutar de excursiones y de turismo activo de montaña y barrancos, también de senderismo en los bosques del valle. Una economía que mantiene un tejido social que invita a seguir viviendo en algunos de estos pueblos.
Pero en mi caso y esta ocasión subo al Pirineo con el sabor de pasear entre los pueblos que se han quedado vacíos. Aquellos del Pre pirineo donde la aridez se plasma no tanto en el clima como en una tierra. Las tierras del flysch se erosionan en cárcavas, la carrasca desplaza al haya y el pino nigra al silvestre. Hace unos meses que volví a leer a Severino Pallaruelo, “Ruido de Zuecos” y una vez más volvieron a embrujarme sus textos antropológicos y etnográficos, historias de la vida social y humana de estas montañas, no siempre tierna.
Hace unos años después de acabar de leer “José, un hombre del Pirineo”, donde Severino Pallaruelo nos describe día a día un año de convivencia en casa de este hombre asentado en sus costumbres y forma de vida tradicional en la Comarca de La Fueva, me sentía obligado a visitar esos paisajes. Recorrer caminos y calles que me eran conocidas del tiempo en que la lectura de tan magnifico ensayo sobre la vida rural aragonesa me llevo allí.
Aprovechamos un fin de semana de Junio que, junto al Club Alpino Javalambre, con el campo base instalado en el HR Turmo de Labuerda, se ascendía al pico Bachimala desde el refugio de Biados. Una accesible excursión a un tres mil.
Al día siguiente convencí a Guillermo a renunciar a entretener la mañana en la vía ferrata de Fanlo, como había programado el Club, y emprendimos viaje al Monasterio de San Victorian. Desde este enclave histórico trascendental en la historia de los orígenes del reino de Aragón, a través de una senda de herradura nos desplazamos hasta la Ermita de Espelunga. Entre grandes encinas y oratorios nos acercamos hasta las construcciones en el abrigo de la roca donde se asentó al refugio espiritual y referencia obligada para los habitantes de estos pequeños pueblos situados a los pies de Peña Montañesa, antes de llegar a Ainsa. Desde allí siguiendo otra senda de herradura nos acercamos a La Mula, el pueblo de José.
José ya había fallecido hacía al menos un año. El pueblo se conserva. Una de las casas la estaba restaurando un vecino que todos los fines de semana regresa a vivir los lugares donde se crío y donde habitó hasta que como otros, después del servicio militar, encontrado trabajo en la ciudad de Zaragoza y tras casarse, asentó su familia junto al Ebro. Él nos indica cual es la casa de José.
Son en realidad un bloque de construcciones al lado de una ermita. Paredes de piedra conforman edificios de los que puede adivinarse sus funciones: vivienda, corral, almacén. En la calle tapiada, vive la piara de cerdos hibridados con jabalís salvajes.
Desde la era se tiene una visión de todo el término municipal. Al Norte lo cierra el macizo calcáreo de Peña Montañesa. Adivinas la ordenación que José llevaba a cabo para aprovechar sus recursos: Los lindes donde situaba estratégicamente las colmenas; los pastos donde subía el rebaño de ovejas en verano, y aquellos lugares donde pastaban durante el invierno; los quejigares y carrascales donde ordenaba las cortas para guardar leña para el fuego del largo invierno; los bancales de cultivo de cereal y los boalares donde pastaban los animales de tiro y de trabajo:los bueyes, mulas y burros.
El silencio del pueblo apenas se rompe con el sonido de la obra del vecino. El mismo que nos informa de que aún vive en la casa de José su hermana. Una vieja señora que sobrevive como lo ha hecho toda su vida, ahora sola sin su hermano. Y con la que es difícil podamos hablar. En las conversaciones de Severino Pallaruelo con José, ya reflejaba el autismo de esta mujer.
Abandonamos este pueblo ocupado por la soledad. Hicimos algunas fotografías con la cámara digital, que también guarda nuestro ascenso del día anterior al pico Bachimala. La cámara que unas horas después olvidaríamos en la mesa del restaurante El Chopo, ya llegando a Barbastro, donde paramos a comer.
No dispongo de imágenes de este recuerdo. Conservo los detalles no olvidados de la lectura del libro y las sensaciones de silencio y olvido que me sobrecogen en la visita al pueblo de Mula.
En el viaje de este año alcanzamos la Ermita de la cueva Espelunga. Su lenta restauración y desde su puerta las magníficas vistas de todo el valle, abrigados por la pared que nos resguarda del viento del norte y de espaldas a las cumbres altas Pirineo de las que nos separa Peña Montañesa. En esta ocasión no me atreví a regresar a La Mula. Han pasado varios años y prefiero recordar la imagen de la lectura del libro del escritor oscense. Temo encontrar un vacío que, sé muy a mi pesar existe.