LA HUERTA

 

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No recuerdo los viajes junto a la burra desde el Arrabal hasta la huerta en la carretera Villaspesa; tras atravesar la rambla de San Julian, bajo el viaducto, y cruzar el paso a nivel, se tomaba la estrecha carretera flanqueada por paredes que cerraban el paso a los huertos,  discurriendo paralela a  una gran acequia con sus orillas cubiertas de membrilleros -era el mismo camino que tomaron los últimos republicanos al mando del El Campesino huyendo del ejercito franquista, cuando el 22 de febrero de 1938 ocupó Teruel-. Mi hermano, Miguelo,  un poco más mayor que yo, sí lo recuerda. Tampoco conservo el sabor de la longaniza, lomo y costilla de cerdo, conservadas en aceite de oliva tras orearse   unos días colgadass en el granero y  haber pasado una pequeña fritura calentadas en la sartén del hierro junto a las brasas del fuego bajo de la casa de los abuelos en la Plaza Mayor, acompañadas de pan untado con tomate rojo maduro recién recolectado.

La burra  conocía el camino. El abuelo la llevaba suelta, andaba a su lado con una pequeña vara de avellano, que sólo utilizaba para corregirle el paso de vez en cuando. Cuando iba  mi hermano, a él le gustaba llevarla agarrada del ramal sujeto a la cabezada;   cuando se cansaba solía subir a su lomo, manteniendo el equilibrio en los vaivenes que el cuerpo del animal adquiría al andar.

A lo largo del año, en la era, junto al pajar, se iba amontonando el estiércol de los animales. El de la cuadra de la burra, el de las cortes de los cerdos, el del corral del gallinero y el de los conejos. Se volteaba periódicamente para airearlo y favorecer su descomposición, a lo que ayudaba la multitud de pequeños animalillos que encontraban el hábitat para desarrollar su ciclo vital. Un hábitat al que se sumaban pequeños pajarillos, en su mayoría gorriones, lo visitaba durante la primavera y verano la abubilla llegada desde África, una peculiar ave del tamaño de una tórtola, con un enorme pico y una cresta que erizaba como señal de alarma, que desprendía un olor tan desagradable como el montón del ciemo donde se alimentaba escarbando con las patas para desenterrar gusanos y escarabajos.

Antes de la siembra, en los fríos días de Diciembre o Enero, un día el abuelo se vestía con las ropas más viejas, se calzaba las albarcas de suela de neumático y tiras de cuero, y preparaba a la burra con los serones. Durante varios días trasladaba a la huerta este abono natural, amontonado durante el año, mediante sucesivos viajes al lento paso del animal, probablemente murmurando alguna canción o letanía acoplada al ritmo del sonido de las herraduras de los cascos golpeando el suelo. Descargaba en pequeños montones a lo largo y ancho de la pieza. Al final, utilizando la horca, lo extendía por toda la finca antes de voltear la tierra para comenzar la siembra de los ajos en febrero y continuar después con el resto de hortalizas y demás cultivos.

Cuando mi padre tomó el relevo se repetía el proceso. Ya no había burra, tampoco el estiércol de su cuadra. El fiemo procedente de los excrementos de las gallinas, los conejos y el cerdo lo trasladaba con la furgoneta renault 4L, más tarde en el seat panda.

Ya no trabajó las dos parcelas del abuelo. Hacía unos años, cuando el abuelo envejeció, que la más grande se arrendaba a un señor del barrio de San Julián. Para San Miguel todos los años acudía a casa a renovar el contrato y pagar el rento. Eran días de cosecha y solía traer una caja de manzana o un pequeño saco de patatas.

La memoria me sitúa a finales de los años setenta del siglo pasado ayudando en la recolección durante los meses de septiembre y otoño. Era en otoño cuando se recogían las manzanas, también las patatas y el maíz, y casi toda la familia nos volcábamos el fin de semana en echar una mano. Días de juntarnos en el trabajo del campo, recuperando nuestro pasado campesino. También de descansar durante el almuerzo sentados encima de una manta en el ribazo junto a la acequia a la sombra del manzano, momentos en que los viejos nos narraban historias del pasado que incluso ellos creían olvidadas. Las manos se agrietaban al romperse las ampollas, que el roce con el mango de la azada producía en quienes no teníamos la experiencia ni la costumbre de trabajar la tierra. El dolor lumbar se cebaba en tu espalda y durante los días siguientes apenas podías tenerte erguido. Al final del día, cuando había que levantar los sacos y las cajas para cargarlos en el coche y volver a casa, los brazos terminaban desmadejados e incapaces de concluir el trabajo. A los jóvenes nos costaba entender como desfallecíamos mientras el padre y el abuelo apenas mostraban síntomas de cansancio.

Las huertas eran nichos de biodiversidad. Mosaicos donde convergían diversos cultivos que rotaban de año en año, en cuanto que algunos también se aprovechaban para mejorar los nutrientes en el suelo: patatas, panizo, remolacha, alfalfa, zanahorias, puerros, lechugas, tomates, acelgas, borraja, cardo, judías, calabazas. Junto a la acequia, bajo el viejo árbol de manzanas reinetas estaba el rincón donde se guardaban las cañas que se enramaban junto a los tomates para que al crecer la planta encontrará un tutor donde apoyarse; en el caso de las judías se plantaban junto al maíz, este servía de tutor donde agarrarse la legumbre que aportaba al cereal nitrógeno fijado en la tierra. En torno a este hábitat la huerta cobijaba el sonido de una gran variedad de aves, los colores de infinidad de mariposas revoloteando sobre las plantas, infinidad de pequeñas sendas de ratones y topillos vecinos de esa casa. Sin duda la huerta constituía un complejo ecosistema organizado, capaz de aportarnos alimento, pero también otros servicios como lo es un espacio natural donde encontrarnos con la naturaleza.

He vuelto a pasear junto al río, en dirección a la huerta del abuelo. Ha desaparecido casi todos los bancales de esas tierras regadas por el río Turia. Hoy casi es un monocultivo de maíz. Se ha perdido la rica variedad de vida que albergaba, el granero de una variedad de semillas surgidas de la cooperación y el intercambio. También ese tejido social de gentes arraigadas a la tierra. La tradición campesina, una identidad cuya búsqueda es quizás la causa por la que algunas personas, como ocio, todavía se esfuerzan por mantener activo su terreno, con la satisfacción de comer el fruto del trabajo de tus manos en contacto directo con la tierra.

La ciudad está perdiendo los espacios de labradores. Se mantienen tradiciones como la procesión a San Lamberto, aunque no sé si los vecinos somos capaces de ubicarlas. Como creo que desconocemos el significado de esos avisos pegados en ciertas paredes de la ciudad, que periódicamente la comunidad de regantes coloca para sus miembros. También van despareciendo los bares en La Colmena, San Julián o el Arrabal, donde al atardecer y regresar del huerto los labradores se juntaban para hablar, donde acordaban el día y la hora para realizar algún trabajo extra que requería una ayuda, o se intercambiaban semillas y consejos.

La huerta se nos va. El silencio del invierno se rompe con el ruido de la cosechadora que, cuando los hielos han secado el maíz, invade los campos para cargar de grano los remolques y empacar las cañas. Después, algunos trituran los restos antes de volver a sembrar, otros los queman, y la ribera del Turia se oculta tras una inmensa nube de humo. Llega la primavera y con ella el sonido de los tractores que la penetran para roturarla y volverla a sembrar. Pero apenas se escuchan voces. Tampoco cantos de cardelinas, de mosquiteros y de carboneros. Ni se observa a la blanquita de la col, las ortigueras o las macaon absorber con su larga lengua el nectar de las flores silvestres, porque estas han sucumbido con  los herbicidas  utilizados para matar las malas hierbas con el objetivo de quitar competidores al maizal en la toma de los nutrientes del suelo.

La hemos abandonado los nietos. Se han perdido los manzanos que se plantaron -cuando con el dinero traído de América el abuelo compró la finca- en los linderos de las acequias, rodeando la propiedad, seleccionados de diferentes variedades buscando un fruto sabroso, pero sobre todo su capacidad de resistir a la dureza del clima, a las heladas tardías de abril: reineta, verde doncella, esperiega. También algún peral con unos frutos, que recuerdo duros y casi amargos, de los que  olvidado el  nombre.

Estas manos que ya no se agrietan con el trabajo ni se entumecen con el contacto con el hierro helado de la compuerta que abre el paso al agua de la acequia, buscan el contacto con los ojos para cerrarse en torno a la cara y meditar en  tantas pérdidas, parar por un momento el ritmo frenético de esta vida moderna y recuperar recuerdos donde hallar sentimientos profundos.

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