EPÍLOGO

Es mi obligación dedicar  estos relatos a mis padres, al abuelo Justo y al tío Laviano. De sus recuerdo y narraciones, de la convivencia  es de donde surge no sólo la voluntad de escribirlos,  también la parte veraz y real de su contenido. No todas estas historias, que me contaron o yo escuche, tenían final, por lo tanto el circulo lo he cerrado con imaginación, reconstrucción histórica y sentimientos. El drama de la vida de Laviano, soldado a los 16 años, prisionero de guerra a los 20, fallecido a los 24, se guarda en el dolor de su familia y en los documentos  del proceso sumarísimo que se le instruyó. Recuperado del archivo del juzgado militar de Zaragoza, obtuve de él muchas preguntas y sólo algunas respuestas para describir el sufrimiento de la población civil durante los días de la batalla de Teruel.

Escribir estos relatos me ha impulsado a  repasar mi propia vida. La reflexión ha ayudado a conocerme mejor y quizás entenderme un poco más. Soy campesino.  Apartado de esa cultura una generación antes de nacer, cuando mis padres con apenas siete años se alejaron de su lugar de nacimiento. Mi familia paterna eran jornaleros de las tierras del  alto Jiloca en Torrelacarcel. La  materna, masoveros en la Baronía de Escriche.

Algunos nunca se adaptan a los cambios. Es comprensible cuando los han vivido en primera persona. Más difícil de entender en mi caso, nacido en la ciudad en una familia obrera: ¿Es posible que esa búsqueda de mi mismo,  hoy  encuentre una justificación en la pérdida de mi destino rural?.

Creo que sí. Explica mi continúa búsqueda de un pueblo de referencia. La mirada al pasado, hacía la forma de vida en torno al trabajo en el campo que llevaron mis abuelos. También mi desconfianza del mundo moderno, tan alejado del trabajo en la tierra y del  cuidado del ganado. La cultura campesina se basaba en la autosuficiencia. La dureza de las condiciones de vida se sustentaban en el trabajo de las manos y en la necesidad  de colaborar por lo común. Atribuyo a ello el carácter pesimista  de los últimos campesinos, oprimidos por el dueño de la tierra y amenazados por el avance de una sociedad urbana que los empuja fuera. La  colonización siempre se ha portado así  con los indígenas; estos siempre  vinculados, no sólo socioeconómicamente también cultural y espiritualmente, a la Tierra.

Es ese mundo, no tan imaginario, el que encuentro al pasear por los campos de las Sierras de Corbalán, al recorrer las ruinas de las masadas de las Baronías,  que sólo conozco por la narraciones orales   de  mi familia y de los vecinos del arrabal,  muchos de ellos aldeanos de Escriche. Recorrerlos en traspasar la  gatera por la que escapar de este modelo  industrial, competitivo, urbano. Quizás en ello mi dependencia hacía esta pequeña ciudad de Teruel, vivir aquí me permite  mantener ese hilo de unión con el mundo que no conocí.

No he olvidado trabajar la tierra, porque nunca lo aprendí. Tampoco manejar un rebaño de ovejas por cabezos agrestes de ásperas calizas. Me moriría de hambre si me dejaran sólo en medio del campo. No soy autosuficiente como fue  la  economía de las masadas, sustentada en un  núcleo familiar  autárquico.  Apenas en mi adolescencia  cogí la azada algún día para  acompañar al abuelo a recoger las patatas de los caballones o subir a los manzanos con cestas colgadas de sogas a las ramas  y llenarlas de los frutos arrancados con suavidad al árbol. El huerto  también cobijaba unas tablas de maíz. Las panochas  se arrancaban a mano, como las   judías  que rodeando  las cañas se plantaban junto al panizo para que este fuera su tutor. Judías pintas secadas al sol para retirar la alubia de la vaina. Granos de maíz de granos irregulares, de diversos colores, algunos de un intenso rojo, de semillas guardadas año tras año, de generación en generación. No he aprendido  como mi abuelo, como después  lo hizo mi padre: a ser capaz de levantar y cuidar la casa donde vives; criar, matar y preparar  los animales que comes; sembrar la tierra para recoger el fruto de los alimentos diarios; negociar en los mercados la venta de los productos excedentes; cortar la leña con la que aliviar el fuego para dar calor al cuerpo  y con el que mantener vivo el hogar de la casa.

Y sin embargo, aún retengo en la memoria la lejana  visión de la feria de San Fernando  en la explanada de la Nevera, junto a las escuelas del Arrabal, al lado de  los Arcos de Pierre Vedell,  bajo la muralla durante años utilizada de frontón  por los mozos para jugar a la pelota. Se destrozaban la mano con los golpes a la pequeña bola de madera cubierta de cuero y el dolor de la hinchazón  compartía el placer de disfrutar un rato de diversión con los amigos. Creo ver abrevando los mulos que, desde las cuadras,  todas las tardes se acercaban a la fuente, junto al Torreón de la Lombardera.

Conservo el relato tantas veces contado por  mi madre. Siendo  niña acompañaba a su tío Francisco a esa misma feria para vender un gran macho mulo,  fuerte pero manso. Su tío lo presentaba a su posible comprador. Con orgullo, les hablaba de la nobleza de aquél animal,  que arrastraría con la misma fuerza  los troncos de  pinos por las laderas del monte como el  carro cargado de arena o mies. Tan dócil que,  al acariciar su hocico la sobrina, agachaba el cuello para que subiera y suavemente lo levantaba hasta dejarla depositada en su lomo.

Más reciente en los años ochenta del siglo pasado, pude observar a las últimas familias de esta cultura. En el mes de octubre visitaba la Feria de Cedrillas que, en aquellos años de finales del siglo veinte, agonizaba. Llegaba  un viejo matrimonio vestido con ropas oscuras acompañado de  machos cargados, tirando del ramal de un novillo que intentarían vender a los tratantes.    Aquellos masoveros vivían como mis abuelos, que cada año subían toros, machos y ovejas para vender,  y con la honestidad de valor de la palabra  repartían la ganancia con el dueño, el Barón. Su contrato se acordaba por  San Miguel, fecha en la que se negociaba el arriendo de la masada,  también  se apañaban  casamientos de las mozas a su amparo. Unos años después la Feria sobrevivió readaptándose a los nuevos tiempos, aunque apenas era visible la cultura campesina de la Sierra

En mi infancia pude disfrutar de la trilla. Cada mes de Julio en la era del tío Francisco  se amontonaban los haces de cebada y una mañana cuando la siega había concluido, con la ayuda de familia y amigos, comenzaba el trabajo. Primero se extendía  la mies por toda la era y  con el trillo de cuchillas, al que no nos dejaban acercarnos a los zagales, se cortaban los tallos. Después el trillo de pedernales, tirado por el mulo de Francisco en el exterior y la burra de Justo en el interior, iba dando vueltas hasta separar el grano de la paja. A este, si que nos  dejaban  subir a los niños, sentarnos en la sillita de aneas  y tomar los ramales con los que  dirigir a las caballerías. Llegada la tarde, tras el almuerzo de conserva con cañada y el trago de vino,  sin dejar de mirar al cielo por si se montaba una tormenta que  arruinara  el trabajo realizado, comenzaba a amontonarse la paja y con el rastrillo grande de dientes de madera comenzaba a meterse en el pajar por la parte alta para dejarlo caer al piso de abajo, de donde a lo largo del año se ira sacando para la cama de los animales por la puerta de abajo; allí nos lanzábamos a los chavales para que con nuestro juego se  fuera presionando  dejando hueco para meter toda la cantidad posible. El resto se aventaba al aire y con grandes cribas quedaba limpio el grano. Con él  se llenaban los sacos, viejos algunos todavía con  la huella de su destino original de traer café desde tierras lejanas. Cajas de madera eran  la medida con la que sin pesar el saco se sabía el total de la cosecha.    El macho y la burra descansaban hasta que los cargaban para llevar el fruto al granero.

Casi todos los hombres que acompañaban a Francisco eran viejos, o al menos así lo recuerdo. Sacando cuentas,  tendrían en torno a los 70 años en aquellos años de finales de los sesenta. Recuerdo a un viejo señor que calmaba sus dolores fuerte del estomago con  puñados de bicarbonato  y largos tragos de agua del botijo. O amigos, como el tío Simón que, aprovechando que el verano lo pasaba con las hijas de Teruel, se acercaba para recordar tiempos pasados. Los que compartieron en las masadas de la Sierra de Corbalán: veían morir el mundo en el que habían nacido, como sentían el final de su propia vida.

Para mí es gratificante escribir sobre ello, para que no se olvide. Al hacerlo recupero mi propia identidad,  que por circunstancias terminó alejada del lugar donde debió estar.

Lo escribo apoyado en la  mesa camilla junto a la ventana, rozando con el codo el canastillo de las labores. Este rincón ha quedado vacío, como se ha vaciado la vieja casa. En este lugar escuche muchas de estas historias, sentado a los pies de mi madre mientras remendaba pantalanes o tejía con ganchillo e hilo de algodón, en la pequeña sillita de madera construida por mi padre, jugaba a remover  el viejo saco de botones que todavía hoy guarda el tesoro de los recuerdos.

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