
Al coger el sobre con las manos sintió que ya no tenían asperezas, no había grietas impregnadas de los restos del contacto con la crudeza de subsistir.
Hacía un año que se había alejado del duro trabajo en el campo, allá en las masadas de las sierras de Teruel. Vivía en la casa de una familia pequeño burguesa de Barcelona, amantando y criando a unos bebes. Ahora sus manos no sufrían con la helada agua de la fuente, tampoco con las astillas de la leña, ni destripaban los terrones de la huerta para coger acelgas, cebollas, patatas… de la huerta en el bancal bajo el pozo de agua, que había que elevar con calderos para llenar los cantaros, el abrevadero del ganado o regar las hortalizas. Tampoco absorbían los olores al lavar las tripas en el matacerdo y aromatizarlas con limón y la canela, al mezclar la sangre con las carnes, el arroz o la cebolla con las que embutir las morcillas chorizos y güeñas. Ni tocan la harina al amasar el pan cada quince días, pringándose de la masa madre de la que se libera rozando con más harina previamente esparcida sobre la superficie de la mesa de madera. Ya no sufren cuando con una esponja natural toma el agua tibia del barreño para lavar a los niños, la piel ahora es suave para acariciarlos, también para tocar los finos vestidos con lo que los viste.
Dentro del papel estaba la impresión que la emulsión de la placa de vidrio había trasladado a un duro cartón de varios milímetros de grosor.
Trabajaba en la casa de la familia de libreros como dida. Los señores le regalaron la fotografía cuando Antoñeta cumplía su tercer aniversario. Había acudido al estudio la semana anterior, con el mejor vestido, espolvoreada su cara con un tono rosaceo, acompañada de ella y de su hermano Manuel, un año y medio más joven. Iban a inmortalizar su encuentro, las horas en las que permanecían juntos compartiendo la ilusión de descubrir la vida. Era muy consciente de la felicidad y la huella de ese momento. Los quería como a sus propios hijos, en ellos había encontrado el consuelo del dolor por las gemelas pérdidas al parir en la vieja casa aislada en medio del monte, sin más apoyo que la experiencia de las mujeres más viejas.
Un hombre curioso era el fotógrafo. Nunca había visto a un hombre con aquellos largos bigotes. Cubría su viejo traje con un guardapolvo que le recordaba la blusa de los tratantes de ganado que acudían a la masada a comprar los mulatos y los corderos. No lo conocía, pero entre ellos se creó un clima de confianza y el pose espontaneo de los tres quedó grabado. Superó la tensión de estar en aquel lugar desconocido, sin comprender como podía llegar la imagen de un espejo a un papel. Olvido el susto vivido unas horas antes, al llegar desde la calle Balmes a la Plaza de Catalunya, cuando se cruzó con grupos de pistoleros, que aquellos años invadieron la vida de Barcelona como respuesta a los conflictos laborales.
La guardó en el bolso y aprovechó la suave temperatura de aquellos primeros días de la primavera para sentir la sombra de un árbol en el parque de la Ciudadela. Todas las mañanas, si no llovía, se encontraban varias nodrizas, que compartían unas horas chismorreando. Eran esos momentos en los que la piel de la cara se cartulina y tomo la decisión de partirla en dos: en la parte derecha quedaba ella y en la izquierda esas personilla que había visto crecer desde que apenas tenían unos días de vida. Este pedazo del papel lo guardó en la caja de hojalata, donde conservaba todas las cartas y los recuerdos de la vida dejada en Teruel: los sentimientos de la familia y amigos que la distancia reavivaba cuando la soledad de la ciudad extendía su capa.
El trozo que contenía su imagen fue al sobre y lo cerró junto a una carta de amor, humedeciendo con su lengua el borde de la solapa la acompañaba de un beso. Al día siguiente la llevaría al buzón de la oficina de correos y emprendería rumbo a la dirección escrita. Un lugar tan lejano que no era capaz de ubicar, aunque sabía que para llegar hasta allí la carta navegaría casi un mes en barco y después aún debería cruzar en tren un inmenso país, desde la costa atlántica a la del Pacífico. Su marido estaba en California donde trabajaba en una serrería en la que convertían en tablas los enormes troncos de árboles, que según le había escrito, necesitaban el trabajo de casi un día para ser cortado y la fuerza de enormes tractores para arrastrarlo hasta el aserradero.
Habían decidido mitigar el dolor por la muerte de sus primeras hijas, también la frustración por una vida en la que no veían futuro, con una separación de varios años en la que intentarían ganar dinero para volver a empezar.
Él, la recibió y la guardó. Tuvo que recortarla un poco para que cupiera en la cartera con la finalidad de tenerla siempre cerca de su corazón. Palpitaba cuando su piel la rozaba y le alimentaba para continuar en los instantes en los que la desesperación de ser extranjero le invitaba a abandonar.
Cuatro años después se reencontraron en el Puerto de Barcelona. Regresaba de América. Atravesó las Ramblas y se dirigió al Ensanche barcelonés. Llamó en la casa de la calle Balmes donde ella ya estaba preparada para partir. Se había despedido de quienes habían sido su hogar, llorado al besar a los niños a los que había amamantado desde que nacieron. Tomo su mano y la maleta para emprender el viaje de regreso a Teruel donde comenzar de nuevo a vivir.
No fue fácil el reencuentro con el pasado. Su experiencia les había cambiado, pero en las viejas tierras todo seguía igual. Guardó los dos trozos de la fotografía. Se reencontraron en la misma caja de hojalata que colocó en el fondo del viejo baúl. Aquél que había cruzado el océano, ahora acogía los vestidos de la ciudad, el pequeño ajuar bordado en esos años junto a las camisas blancas y los pequeños recuerdos traídos desde Ámerica: una máquina de liar tabaco, una pequeña máquina para cortar el pelo y una fotografía con todos los obreros de la empresa, cada uno de una nacionalidad distinta, posando junto al encargado canadiense en los muelles donde se cargaban los vagones del tren. Aquella arca se cerró. La decisión de regresar arrastraba abandonar la intención de sumarse a la modernidad que llegaba, la que habían conocido durante los últimos cuatro años .
Doce años después la guerra volvió a separarlos. Las hordas del desenlace desmantelaron la casa. Cuando regresaron finalizada la batalla, apenas era reconocida con las paredes atravesadas por obuses, las puertas taladradas por las balas, el tejado chamuscado por una bomba. Sólo habitaba en ella la caja hojalata de colores ocres, oxidada por la humedad, guardada en el fondo del arcón escondido en un rincón de la habitación bajo un montón de escombros. El horror vivido, la necesidad de sobrevivir y volver a empezar les cegó, pensaron en los sueños que allí se guardaban y que la decisión tomada años atrás impedía volver a encontrar. Por ello no la abrieron.
Cien años después la vida campesina es el recuerdo. Cuando levantamos la tapa de la caja se impregna la habitación del aroma del pasado. Sobre la vieja mesa rescatada de la cocina de la casa de los abuelos, extienden cada una de las palabras escritas en viejas carta y las amarillentas fotografías donde se refleja cronológicamente el paso del tiempo. Un viejo álbum de fotografías familiares vuelve a juntar los dos trozos de una historia demasiadas veces rota, unida por el destino.
Leyendo estas vivencias se sienten a sus protagonistas en si mismos como personas, separados completamente de la condicion a la que acostumbramos a verlos como abuelos, padres, tios..
Es curioso.
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