La tarde, tras unos días de chubascos que han traído humedad después de varios meses en los que el frio se ha sumado a la sequía para dejar el campo extenuado, invita a pasear por el campo. Las gotas deslizándose por las hojas, escurriéndose por el tronco, desvelan tonos amables, espíritus que llegan en estos días del equinoccio de primavera. A los pies de los guillomos escondidas entre la rama de los rosales y los endrinos, brotando desde la hojarasca en pudrición, tapizan el suelo las flores hepáticas con su color blanco y azul de los pétalos emergiendo desde el verde intenso de su roseta con semejanza a un hígado. Junto a ellas, las violetas en ramillos sobresaliendo de las hojas en forma de corazones verdes, con un suave perfume cargado del recuerdo a la canción de Cecilia, autora de música y letras que visibilizó el surgimiento de un feminismo cuando la dictadura franquista comenzaba a caer.
Al abrazar los grandes pinos negrales y silvestres somos capaces de escuchar el flujo de la sabia que empieza a circular por los capilares, sentimos hincharse la corteza como si toda esa fuerza pudiera reventarlos. Aspiramos aromas múltiples y no somos capaces de identificarlos. Recuperamos aquellas sensaciones de nuestros ancestros, los cazadores recolectores, cuando recorrían el bosque en busca de alimento. Hemos perdido muchas de aquellas cualidades que nos permitían intuir el mundo que nos rodeaba, gracias a las que sobrevivimos.
La tecnología nos sitúa en una cúspide frágil, donde nos tambaleamos ante el vértigo que sufrimos al balancearnos desde tan alta altura. Entre tanta información, tanto conocimiento, nos ha abandonado el instinto, la capacidad de identificar la diversidad de plantas a nuestro alrededor con propiedades para curarnos o adormecer el dolor, también las hay que nos pueden alimentar. Tampoco sabemos arrastrarnos y rastrear en busca de animales que al comerlos nos proporcionen las proteínas que nuestro cerebro nos pide. Ya no somos autosuficientes, sembramos semillas con patentes y comemos carnes engordadas en grandes granjas dirigidas por ordenadores.
Intuimos que algo de aquellos homo sapiens se conserva en nosotros cuando nos bañamos en el bosque, al caminar en su interior absorbemos sus virtudes y nos sentimos regresar al origen.
El arroyo que baja desde la Casa Grande de Escriche rebosa de agua tras el empacho con las lluvias del año pasado. El pequeño temporal llegado hace unos días, a finales del mes de Marzo, hace rezumar las laderas. El agua cristalina habla con un murmullo desde los pequeños saltos donde se oxigena, al chocar contra las piedras, o al rozar acariciando los juntos en las orillas del riachuelo. Llama la atención unas pequeñas pozas manchadas de barro. A pocos metros, un poco más arriba, un viejo macho de jabalí se refresca y hoza entre la hierbas fresca. Sin duda es la causa de que los charcos estén teñidos con los limos que ha removido a su paso.
Nuestro instinto recupera sus funciones. Al animal le abandona un viento en contra que no le informa de mi presencia. Son apenas treinta metros lo que nos distancia. Un arce de montpellier, con las ramas todavía con hojas marchitas sin caer, actúa como una cortina de suave y tenue de tela muselina, a través de la que lo observo sin ser visto. La ayuda de unos prismáticos de cuarenta y dos aumentos me permite recorrer cada rincón de su piel. Relajado no es un animal hermoso, es hosco. Una piel gruesa cubierta de ásperos pelos rígidos de una mezcla de colores entre el blanco y el negro. Impresiona su fuerte cabeza en un extremo, su rabo aplastado y colgando parece un apéndice amorfo en el otro. Cubierto con esa armadura no se aprecia gran musculatura, nos recuerda a sus primos los cerdos de las granjas pero con un aspecto salvaje. Tan distinto de esas imágenes de los cuentos infantiles en las que el caballero salva a los campesinos de la amenaza de un terrible jabalí con unas impresionantes navajas sobresaliendo de sus labios, o de esos egocéntricos relatos narrados sobre épicos lances cinegéticos.
Se marcha tranquilo, va andando mientras olisquea el suelo con su jeta, hasta que una ráfaga de viento me delata. Se excita, se activa y tras un fuerte gruñido, que retumba entre los árboles, inicia su huida ladera arriba. Esa visión rápida, la que ofrece al atravesar los troncos de los enormes pinos y sabinas, al asomar su silueta tras las copas compactas de las carrascas, esa imagen fugaz invita a imaginar a un animal muy distinto del que es, alejada del solitario y tranquilo cerdo que desea le dejen en paz en su predio, del que solo se anima a salir cuando el celo de las hembras le excita con los olores que van dejando a su paso para invitárle a perpetuar su dinastía.
Me gustaría seguir viendo envejecer a este animal. Agotarse tomando bocanadas de vida hasta terminar rindiéndose un frio invierno, dejándose cubrir por una suave capa de nieve mientras agota su agonia con sueños de la felicidad de los años vividos.
Probablemente los perros lo lancen a los puestos de los cazadores en alguna de las batidas que se organizan en el coto de caza. Se exhiba el vencedor del duelo junto a su facies, en las que se maquillará una agresividad, que yo no veo hoy cuando observo su vida cotidiana en este paraíso. Es difícil que le dejen morir en paz consigo mismo. El viejo jabalí terminará odiando la vida lanzando navajazos al aire, inmerso en el terror de una jauría de lebreles hostigándole, mordiéndole, embadurnando de asquerosas babas su piel, mientras lo arrinconan entre las piedras a la espera de que un hombre enfundado en un traje de camuflaje le atraviese el corazón con la afilada hoja de acero de un cuchillo. Deseará ese golpe certero que le desangre si tiene la desgracia de que un tiro le atraviese la médula espinal paralizando sus patas traseros, cuando el dolor y la impotencia le obliguen a arrastrarse desgarrando su barriga por el roce de las ásperas piedras y se pinche con astillas o afiladas espinas de las aliagas.
A escasos kilómetros viven sus vástagos en las laderas de Castelfrio que bajan hacía las huertas del río Alfambra, donde crecen campos de panizo, de patata, los ribazos donde en otoño encuentran las manzanas que han caído de los árboles. Rayones y jabatos son cuidados por sus madres y tias en comunidad. Cuentan con la memoria de la vieja jabalina que recuerda cada rincón de este lugar en el que importa, y mucho, saber encontrar un cobijo que los esconda, como localizar cada sendero que lleva a la fuente, al lodazal de barro donde revolcarse en la arcilla para liberarse del picor de pulgas, piojos y garrapatas, por los que clandestinamente llegar a las huertas donde hartarse de comer cuando en el monte ya no quedan tubérculos de gamones, los días en que el invierno ha escondido los escarabajos que hurgan en los boñigos de las vacas, los meses en los que incluso es difícil hallar algún resto de carroña de algún ternero que ha perecido enredado entre las maraña de ramas de espinos donde su curiosidad le llevó a penetrar. Alguno de ellos, un macho joven al que expulsarán las hembras cuando sus hormonas incomoden a la piara, acompañará como escudero al viejo jabalí. Si escucha y aprende de sus consejos, es muy probable que herede el bosque cuando aquel sea destronado por la vejez o por la fría bala que lo atraviese en una mañana de invierno en la que las escarchas crujen con el ladrido de los perros y el sonido seco de los disparos que atraviesan el aire.