LA SOLEDAD DE LA PARAMERA

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Acompañado de tu sombra la soledad en estos paisajes es extrema. Sientes el viento como la respiración de la Tierra en la que escuchas sus lamentos, el dolor del maltrato  cuando la ambición desplaza el sentido común.

La savia aún no fluye por los capilares de ajedreas, tomillos y espliegos, sin embargo arrastras el aroma que han dejado en las botas cuando han pisado los tallos y hojas  todavía fríos y rigidos por el hielo. En unas semanas las cicatrices de los estratos calizos se cubrirán con las ondulantes espigas de las hierbas gramineas coloreadas con las flores azules de  lavandas, rojizas de  astrágalos, amarillas de  potentillas y coronillas.

La meteorizacion de las calizas rompe los bloques  en pequeñas  piedras cortantes y afiladas, resquebrajadas cuando el agua se ha infiltrado por su poros y el hielo hace aumentar su volumen hasta fracturar. Sometidas al calor intenso en verano convierte en hornos su superficie y las tensa hasta romperse. Gredas,  el blando suelo de arcillas, de apenas unos centímetros de grosor,  se extienden en los altiplanos. Es el hogar de las plantas y la fauna de  la estepa de la paramera.

Un  suave cierzo roza tu cara y se infiltra en tu piel hasta los huesos. Te recuerda que aquí el invierno todavía no se ha marchado. Los vuelos a ras del suelo de la mariposa de la paramera, traen el mensaje de que la primavera se acerca. Los cantos de las alondras lo confirma.

El solitario pino silvestre, los grupos de enebros en la ladera, los montones de piedras amontonadas junto al campo labrado de centeno, la vieja paramera en ruinas, son tus hitos, la señales que te ayudan a orientarte y no perderte en este horizonte monótono.

A lo lejos las sierras fijan sus límites. Algunas, como el puerto de San Just exhiben enormes mojones blancos, son aerogeneradores. Para muchos la alternativa energética limpia a pesar de que sus aspas sacrifican aves que cruzan en su vuelo los collados, aun sintiendo que el perfil que dejan en el horizonte rompe la percepción de la imagen inmaculada de la montaña. Es una esperanza a la transición que buscamos para hallar la paz con la Tierra, pero de nada servirá si no la acompañamos de cambios de hábitos que frenen el consumo.

Desde hace unos años vive una corza al resguardo del cinglo. El agua rompe los estratos de la roca y  va profundizando el suelo en una incisión que se abre bajo la superficie plana. Allí se refugian rosales, endrinos, groselleros. Ha encontrado su hogar en este pequeño bosque caduco. El fondo del barranco, resguardado del viento,  acumula un  suelo de arcilla retenida por muros de piedra seca. Los levantó el hombre   para ganar bancales regados por el agua del riachuelo que se desliza por su fondo. Abandonados,  los espinos silvestres colonizan de nuevo las tierras robadas, aquellas domesticadas.

Frágiles golondrinas han comenzado a regresar de las tierras africanas, junto a ellas collalbas grises, abejarrucos y alcaravanes. También ellos vienen a Europa desde el Sahel, atravesando las extensas arenas del Sahara. Nómadas de un Sur sediento de justicia. La explotación de los minerales guardados en las entrañas de sus tierras, tan necesarios para desarrollar la tecnología electrónica que mueve el mundo del Norte, no encuentra límites sociales y ambientales. Sin reparo les devolvemos la basura de nuestra irracional manera de vivir.   Exportamos conflictos y cerramos fronteras a las gentes que huyen buscando esperanza, cuando su espacio ha sido ultrajado, fracturadas sus estructuras sociales y desvertebrado los modelos sobre los que se sustentaban sus economías.

De allí también viene el roquero rojo. En los canchales de las partes más altas, su color anaranjado vuela entre los enebros,  se posa y canta  sobre las rocas bajo las que  descansan los viejos machos de cabra montes, coronados por enormes cornamentas, agotados por los combates fogosos que han vivido durante el invierno  en las barranqueras que bajan hacía el valle del Alfambra, cuando acudieron a la llamada del celo de las hembras.

No ha salido a nuestro encuentro  el sisón,  tampoco nos han sobrevolado pequeños bandos de ortegas, ni hemos visto escurrirse entre las matas la alondra  del pico curvado. Son los símbolos de las comunidades del páramo. También lo fue la avutarda, a la que esperamos ver regresar.

El fuego fue el arma con el que los sapiens desbrozamos los bosques de pinares, sabinares y robledales de quejigo  en estas lomas y laderas, hoy desarboladas y pedregosas, de la Cordillera Ibérica.  Abrieron camino a los pastos para sus ganados y nació un ecosistema de  fauna y plantas singulares. Hoy apenas quedan unos pequeños rebaños incapaces de contener el empuje de una naturaleza que embastece con matorral el pasto y, cobijados en medio de  extensas sabinas rastreras,  levanta fustes de pinos silvestres y enebros.

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