VI. MADEJAS DESHECHAS

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Para San Juan cada año había que esquilar las ovejas. Liberarlas de la costra de fibra enredada con trozos de aliaga, apelmazada de grasa, humedad y suciedad acumulada en el roce de tantas noches de invierno pernoctando en la paridera entre el vaho de su respiración, del calor desprendido del cuerpo y del ciemo acumulado en el suelo. Tras trabarle las patas, bien sujeto el animal, con tijeras bien afiladas se iba separando de la piel la lana crecida a lo largo de todo un año.

La lana se lavaba para quitarle toda la porquería agarrada en trescientos sesenta y cinco días pastando entre aligas y enebros, entre los tomillos y las ajedreas aromatizando la mierda con olor a campo. Se preparaba en vellones para continuar su proceso de escarmenado estirando la fibra con cardadores, con cuidado de no cortarla,  con el huso y la rueca  hacer fluir un río de  hilo.

La mayor parte del vellón obtenido, una vez seco, se guardaba en sacos para llevarlos a las fabricas de Nogueruelas, donde se solía intercambiar por paños de mantas ya tejidas. Siempre quedaban varios kilos, que se trabajaban en la masada. En invierno se tejían con él calcetines y alguna chaqueta con hilo en crudo sin teñir. El hilo se guardaba en madejas y antes de tejer se enrollaba en ovillos. En el proceso, como en la vida, siempre se cortaba alguno y se improvisaba el arreglo con la intención de que apenas se notará la herida.

Nació en aquella masada. Todos sus recuerdos le unían a aquel lugar, sin saber distinguir si los eran propios o escuchados en las tertulias nocturnas junto al fuego de la cocina, también recostados en la sabina en tardes soleadas mientras guardaban las ovejas en las lomas.

Sabía del conocido Barranco del Lobo, porque un invierno, hace tanto tiempo que la memoria  no le pone fecha, encontraron las albarcas de un masovero que había ido a visitar a la novia. Al regresar, abriéndose paso en la nieve, una manada hambrienta de lobos le atacó. Lobos ya no existían desde hacía décadas, pero se mantenían presentes en el terreno junto al miedo amamantado de los cuentos contados a los niños.

Ocurría en ocasiones, que los masoveros al amanecer salían con las caballerías cargadas y en la tarde las mulas y burras regresaban solas sin que se supiera del hombre hasta que pasado el tiempo se recibía una carta llegada de lejos indicando que no lo esperaran. Quedaban mujer e hijos solos. Los pequeños solían repartirse entre las masadas donde los acogían como criados. Su vida no mejoraba mucho, sobrevivían porque su trabajo era recompensado con la comida y un rincón en el pajar donde dormir.

El Barranco la Sima aún guardaba las muescas en la roca donde a ambos lados de la pared caliza se cerraba con ramas para convertirlo en improvisado corral donde esconder los rebaños al llegar noticias de que por la zona merodeaban partidas de Carlistas o fuerzas del ejército Isabelino. Unos y otros, también los bandoleros que andaban agrupados en cuadrillas por la sierra y no dudaban en hacer de mercenarios de un bando u otro, se alimentaban con el decomiso en las masadas.

En las paredes de la masada, incluso en los años cuarenta del siglo XX con la aparición del maquis, existían los dobles fondos para ocultar los jamones y la conserva. Este suplemento de comida rica en proteínas era imprescindible para los meses de verano en que el trabajo de la cosecha consumía el cuerpo de segadores de casa y de jornaleros llegados de Castilla para ayudar en el trabajo. El resto del año el rancho diario eran patatas o gachas de harina tímidamente adornadas de alguna tajada de tocino y saboreadas con grasa de cerdo, en ocasiones con carne de alguna oveja vieja que se despeñaba al cruzar algún mal paso de ladera con gredas o que moría de vieja.

Los recuerdos no encuentran una fecha para saber el momento en que el molino de Remolin dejó de alimentarse del agua de la acequia que bajaba desde la represa del Estrecho. El agua se paraba con troncos de pino incrustados en las oquedades hechas en las rocas para encajarlos, tapando las grietas con barro y musgo. Tampoco se sabe cuando el Barón dejó de obligar a bajar a moler a sus molinos en la orilla del río Alfambra en Teruel.

Gregorio siempre había conocido moler el grano en los molinos del río Mijares en Valbona. Desde mozo por la mañana partía con los mulos cargados con sacos de centeno y regresaba al día siguiente con los mismos sacos cargados de harina. En el camino había quedado “la maquila” que cobraba el molinero.

Cuando partía por la mañana al pasar por las masadas tapaba la chimenea con unas losas. Cuando sus inquilinos se despertaban un poco más tarde y encendían la lumbre, les revocaba el humo. Ya sabían que él había pasado, también que regresaría por la tarde a saludarles. En la Masada Blanca de Valbona conoció a su mujer. Festejaron y terminaron en matrimonio. La mujer dejó a sus padres y hermanos en la casa donde había nacido para ocupar su puesto en la de su marido.

Como en cada una de las generaciones de esta tierra, las alegrías de los días del noviazgo se irían agriando en el día a día de vivir y sacar adelante a una familia en estas inhóspitas tierras rodeadas de mucha leña y poco generosas al dar pan.

Los años felices, mientras los hijos crecían, se fueron agriando conforme se fueron casando y la casa se iba llenando de varias familias unidas por la sangre pero con muchos estómagos que llenar. La suegra ejercía dura disciplina con las nueras y la tensión crecía conforme llegaban nuevos niños que alimentar.

Poco a poco comenzaron a marchar los hijos. En esos años, normalmente para San Miguel, en que se consolidaban los contratos entre los medieros y los amos, se lograba apañar alguna masada que quedaba libre para que un hijo y su familia se independizara de la casa de los padres. Conforme avanzó el siglo veinte, los masoveros cuando partían de la masada de sus padres lo hacían rumbo a la ciudad en busca de un jornal y otro tipo de vida. Las hijas si no se casaban terminaba sirviendo en Valencia o Barcelona.

Antes de amanecer envolvió a los hijos en mantas y los recostó en los serones de la mula. Tirando del ramal de las caballerías con una mano y con la otra apretada a la de su mujer envuelta en un mantón negro, emprendieron el camino a Teruel donde con el dinero ganado unos años antes en su viaje a California y en la estancia de ella de nodriza en Barcelona habían comprado una casa en El Arrabal y una huerta camino del Barrio de Villaspesa.

La tarde del día anterior marcó el límite de la convivencia de la familia en la misma casa. Demasiado carácter el de la vieja abuela, tan diferente al de su marido, siempre paciente y con buen humor. Incapaz de tolerar ningún desliz entre las nueras; más si habían vuelto de ser nodrizas desde Barcelona, trayendo vestidos modernos y nuevos, guardados en los baúles para volver a vestir las sayas negras.

La niña se tapó con el mandil la cara cuando vio a la abuela pegar en la espalda a la madre. Estaba jugando en la cocina, la madre fregaba en los barreños, la abuela entró directa desde los corrales.  Nadie supo porque, al igual que golpeaba a los toros en las ancas para que se apartaran del abrevadero cuando acudía a llenar el cántaro, le lanzó un puñetazo en el costado que le estremeció todo el cuerpo y a punto estuvo de tirarla al suelo. Un recuerdo que la niña ya nunca olvidaría, aún cuando volviera a vivir con la abuela durante dos años en que la guerra separó a madre e hija.

No fue fácil el cambio pero al menos en la casa reinaba la paz cada noche. Una huerta para sacar las patatas del año, las hortalizas en verano, las coles en invierno; unos campos de secano que apenas daban para la ración de la burra. Ella trabajó cada día de  lavandera de algunas fondas. Él marido  en el  almacén de plátanos. Los cerdos del corral, alimentados con las boñigas de burros y machos, recogidas en las calles del barrio  terminaban de aprovechar los puercos el grano que el estomago de los equinos no digería; con las sobras de las fondas donde algún conocido cada día apartaba lo aprovechable; con los plátanos del almacén que ya no podrían venderse. Todo para sacar adelante dos hijos.

Los cimientos de la vida volvieron a temblar apenas cinco años después, cuando la guerra se extendió y atravesó estas tierras del sur de Aragón.

Supo que en Cataluña las cosas no iban mejor, cuando una mañana llamó a la puerta un señorito bien vestido con traje y sombrero. Escuchó decir a los vecinos que venía desde Barcelona con noticias de su cuñada, que años atrás, muchos años atrás, dejó las sayas negras de la masada, los trabajos con la tierra y las bestias, en busca de un sueño en la ciudad. No se fio de aquel hombre, sin duda perseguido por los movimientos obreros de Barcelona, que intentó refugiarse en una ciudad ocupada por las fuerzas rebeldes al gobierno. No le abrió la puerta.

La vida en la ciudad no tenía grandes sobresaltos, salvo cuando al amanecer se oían disparos de fusiles, que no venían del frente sino de la retaguardia. “Sacas” con un destino en la fosa común de Caudé. Hubo quién anotó cada uno de los disparos que escuchó y su diario sirvió años después para valorar el número de muertos arrojados al pozo.

Había también los rumores continuos de chavales, que apenas dejada la adolescencia abandonaban territorio fascista para enrolarse en el ejército de la República. Aquel quince de Mayo de mil novecientos treinta y siete, era la noticia en el Arrabal. El lechero de la masada de la Cuesta la Cera, cerca de San Blas, junto a otro chaval del pueblo, habían desaparecido camino de Torrebaja, en busca del terreno todavía ocupado por los republicanos.

Otras familias en Teruel permanecieron juntas en al ciudad hasta que fue tomada por el ejercito fiel al gobierno. Pero su vida también sufrió enormes sobresaltos. Hombres mayores, no aptos para el frente, eran reclutados, uniformados con un brazalete en el brazo, para recoger los cadáveres tras la batalla que cada noche se libraba en las inmediaciones del cementerio, por donde entraba la carretera de Alcañiz, y desde donde una vez tomado los altos del muletón de Celadas lanzaron el ataque para la toma de la ciudad las tropas de choque internacionales de la Brigada Lincoln apoyando al cuerpo del ejército de Lister, que sería el que oficialmente entraría, porque no querían que aquellos llegados desde los barrios obreros de Glasgow, Alemania, Francia, Polonia, EEUU…. aparecieran en las fotografías en las que la prensa proclamará al mundo la toma de la primera ciudad rebelde por el ejercito republicano.

Un niño cuya vida hasta entonces había cabalgado entre ir a la escuela, acudir al ensayo de la banda de música donde tocaba el trombón de barras y el bombardino, y jugar en la calle, comprendió que su vida giraba hacía la tempestad cuando, escondido en el refugio del Tozal, al que había acudido tras levantarse de la cama al oír las alarmas que anunciaban la llegada de la aviación que bombardearía Teruel, escondió en una grieta dos monedas de plata que conservaba en el bolsillo de su pantalón, entre los ladrillos de la pared, dejando junto a ellas toda su infancia y adolescencia arrebatada por la guerra que comenzaba. Antes de ser evacuado de la ciudad, terminaría también él participando en ella  junto a la banda de música que acompañó para alguna jura de bandera de soldados rebeldes en la pequeña aldea de El Campillo. Acababa de regresar del pueblo su hermano mayor, donde había quedado de criado cuando el resto de la familia salió para establecerse en la ciudad con la esperanza de mejorar su vida y volvían a separarse porque por convicción o por obligación se había alistado con los republicanos en el cuerpo de carabineros con apenas dieciséis años cumplidos.

Los masoveros de Escriche y los del pueblo de Corbalán habían observado cambios en las fuerzas republicanas. Las milicias anarquistas ya habían sido integradas en el ejército popular. La disciplina en los mandos se había impuesto, y para los masoveros supuso un alivio, porque ahora se pagaban las ovejas que el ejercito requisaba, se respetaban los campos e incluso las obras del rancho de los campamentos de la Gasconilla y del matadero de Corbalán se repartía entre la población civil, en un intento de compensar a aquella gente que sufría vivir en un campo militar. Los niños de aquellas masadas eran vistos con simpatía y compasión por los soldados, que no entendían porque su infancia, ya antes de la guerra, se cargaba con tanto trabajo y responsabilidad respeto a los niños de la ciudad de donde venían.

La niña separada de su madre por una línea de frente que cruzaba por las cárcavas de arcillas en Valdecebro, maduraba día a día, asumiendo el papel de madre para su hermano pequeño. Aunque el miedo a las tropas siempre les acompañaba, comenzaba a acostumbrarse a la calma de una situación que no era normal, porque no podía ser normal estar en guerra. Nadie le hablaba de las barbaridades, pero ella las oía, en las conversaciones entre sus abuelos, sus tíos y su padre, entre las de los soldados que junto a la masada pasaban de camino y de regreso de las primeras líneas en la Rambla del Río Seco, o a los puntos de otear en  los altos de Corbalán y Castelfrío. Una mañana cuando con la burra transitaba sola  con apenas doce años, al bajar de La Hita antes de llegar a La Zarzosa y pasar junto a un destacamento que abrían un camino por el que transitar camiones y tanques que pudieran llegar desde el Puerto de Escandón por los altos de Cabezo Alto, les oyó escuchar a los soldados comentar su incredulidad al ver a una niña viajar sola. Le preguntaron que donde iba y les contestó a recoger el correo a Corbalán, que esperaban carta de su tío que estaba en el Frente del Ebro. Se lo comentó al padre, éste le contesto que tenían razón, que ya no volvería a ir sin compañia al pueblo.

El padre se acercaba con el ganado hasta el Mas de Bonet, esperando encontrarse a alguien que hubiera pasado desde Teruel y pudiera darle noticias de su mujer, miraba la rambla del río seco. Aquel paisaje le traía siempre recuerdos de separación. Como cuando marcho a cumplir el Servicio Militar a Algeciras y no volvió en varios años.

Aquellas cuestas también le recordaban el momento en el que unos años antes de partir a América, acompañó al  exilio  a su hermana, que incapaz de seguir esa vida, de convivir con el silencio de la madre, autoridad de la casa, soñaba con el mundo que cada verano veía en la ropa, en la piel, en el carácter de la Baronesa cuando acudía a la Casa Grande a veranear. Sin embargo no fue ella voluntariamente quien definitivamente abandonó todo lo que tenía. Fue una sentencia de destierro la que la lanzó hacía un destino incierto del que no volvió. No servía quedarse en el pueblo cercano, sirviendo en casa de alguno de los pequeños señores, necesitaba alejarse para saber si existe otro mundo mejor y quizás encontró que lo hay para algunos, aunque el destino de los suyos es caer presa de la esclavitud. Allí, junto al Puerto, de donde salen los barcos rumbo hacía el otro lado del océano, no encontró peor amo, que aquel pobre endiablado que sobrevive esclavizando a pobres como ella.

Entre tanto sufrimiento el negro acompaña a estas gentes. Sus ropas polvorientas siempre son negras. Aquellos que los miren apreciarán siempre tristeza. Aunque las primaveras traigan esperanza, cada verano marchita de nuevo los rebrotes que puedan dar color a su vida.

Ese negro lo viste, ochenta años después, la adolescente urbana, que desde el andén espera el tren de cercanías rumbo a la Universidad, en solidaridad con aquellos que no ocupan un espacio digno en una sociedad desigual que no reparte con equidad la riqueza lograda conforme el país se incorpora al mundo desarrollado en una economía de mercado capitalista. Una sociedad que en su culto al consumismo en muchas ocasiones olvida la necesidad de un estado de bienestar que de igualdad de derechos a todos sus ciudadanos.

La recién licenciada antropóloga pretende estudiar la historia de las gentes pobres de una tierra que solo conoce de oídas. De los relatos contados por su abuela mientras la cuidaba cuando era niña los días en que su madre antes de ir al trabajo la dejaba en su casa, en el Barrio Gótico de Barcelona. Historias de la Masada en la montaña,  que ocultaba las desgracias que vivió, hasta que un buen hombre, un represaliado republicano que reconstruía de nuevo su vida, la rescató. Con aquel hombre pudo vivir el amor que la vida siempre le había robado, un recuerdo de un tiempo breve vivido con él, guardado como un tesoro en su corazón. Jamás podrá olvidar a su marido,  a quién la tuberculosis, recogida en las trincheras y en los campos de concentración, se llevó sin dejarle conocer  la democracia en  el país por el que había luchado.

No se quitará el negro hasta que entre las ruinas de las masadas, entre los pinares que invaden campos abancalados, comience a entender a la generación de hombres y mujeres que vieron hundir el barco de su vida embestido por desgracias y penalidades. Masoveros que en la escasez y el aislamiento gestaron una cultura capaz de obtener de las ásperas tierras los recursos para vivir, para generar un tejido social sustentado en la ayuda de los vecinos, en el sentirse miembros de una comunidad que se necesitaba para sobrevivir. Una cultura que, a pesar del transcurso de los años, todavía nos genera empatía a quienes vemos las masadas en ruina. Cerramos los ojos y creemos oír los murmullos de las familias que a lo largo de varios siglos vivieron en las Sierras del Maestrazgo y de Gudar, trabajando una tierra que no era suya con un contrato de arriendo en que debían aportar la mitad de lo producido al amo.

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