LA HUERTA Y EL RÍO

Escribí varios artículos sobre itinerarios cercanos a la ciudad de Teruel -Caminando por Teruel-, donde entremezclaba paisaje con recuerdos de mi infancia.

carretera tarancón 1915

 

Los montones de estiercol se amontonaban en las eras. Época en que la basura no abundaba, todo se aprovechaba: las sobras de comida para los animales; los botes de conserva para bebederos y macetas; las bolsas de los comercios se daban con cuenta gotas, ajustado el precio no se podían regalar y además de nada servían, si todos acudían a la tienda con capazos de cáñamo, donde se guardaba, envueltos en papel de estraza, garbanzos, lentejas o judías, vendidos a granel desde sacos que llenaban la tienda, o desde pequeños cajones donde se almacenaban.

Diariamente, cada vecino sacaba el ciemo de sus animales (gallinas, conejos, alguna cabra). Cada cierto tiempo, él mismo o el labrador a cuyo huerto iba destinado, lo mimaba con esmero volteándolo con la horca, aireándolo para ayudar a la inmensa vida de insectos cuyo trabajo lo desmenuzaban en elementos digeribles por las hortalizas. Millones de insectos, encargados de descomponer el estiércol  eran alimento de gorriones, lavanderas, burbutas, erizos, y otros seres que convivían cercanos a nosotros. Los zagales, no ajenos a aquel bullicio que nos rodeaba, poníamos cepos con cebo para capturarlos. Más que la exquisitez del plato de pajaritos fritos, era el reto de vencer a lo salvaje, proclamarnos reyes de la naturaleza, depredadores que debíamos ocupar el vértice de la cadena trófica.

En carros ó en los serones, que cubrían el espinazo del burro, a través de San Julián, cuando no era calle, sino rambla, que cada año ahondaban las tormentas, el estiércol se llevaba al huerto de la vega del Turia camino de Villaspesa, atravesando los arcos hacía los Franciscanos llegaba hasta la vega del Guadalaviar, camino de San Blas, ó, por el río Alfambra hacia las huertas de los Baños o las de las Atarazanas. Eran tiempos donde el trabajo no se cobraba en horas, si no en fruto que daba. Cada cual sembraba sus hortalizas, de donde salía el tributo en patatas o en lechugas al vecino que ayudaba a aumentar el montón de ciemo en la era. Nadie se quejaba de olores, porque la alimentación de los animales no generaba los efluvios que hoy dan los piensos compuestos, ó, porque vivíamos más identificados con la naturaleza.

El río, vecino de nuestra huerta, estaba limpio. A él no iban cloacas cargados de los restos que no queremos enturbie nuestra limpia casa. El agua de riego era clara y en el cauce abundaban infinidad de peces, gobios, barbos, truchas. Quienes al amanecer abrían la tajadera de la acequia, se cruzaban con la nutria nadando contra corriente, con el pájaro de cola corta, pico largo y color azul y ocres, que pescaba peces lanzándose en picado, sumergiéndose bajo la burbuja de agua, que había dejado al respirar.

En abril se daban cita  en la ribera  los hortelanos que preparaban sus planteros y los buscadores de caracoles y el de espárragos silvestres. En Octubre acudían los zagales del instituto, que hacían novillos para robar membrillos. Y lo largo de todo el año no faltaban  aquellos otros que, sin el esfuerzo del trabajo en cultivar, también querían hortalizas frescas sin tener tierra ni ganas de trabajarla.

La huerta y el río, entre sotos de fresnos, sauces y chopos, a través de sendas entre cornejos y majuelos, que los pescadores abrían para llegar a la orilla, eran lugar de contacto de tertulias, de relaciones humanas, que para eso nació la ciudad. Las gentes mantenían contacto con estos lugares frescos y bellos. En ellos es posible saborear el cambio de las estaciones, con un mosaico de colores e infinidad de olores de una vegetación frondosa, un oasis rodeado de arcillas y yesos en cerros secos y yermos.

A finales de los setenta del siglo pasado, junto con el resto del país la ciudad se modernizó con nuevas costumbres. A las gentes les comenzaron a molestar los montones de ciemos en las eras. Las tubería comenzaron a partir cargadas de agua sucia con destino al río, y las basuras de lo inservible se fueron acumulando en cualquier rincón, con tal de que estuviera alejado de la casa, donde las torrenciales lluvias veraniegas las alejaran a sitios donde no viéramos. Llegaron las  hortalizas de los invernaderos del Sur y preferimos colgar la azada, para dedicar nuestro ocio en visitar con el carrito los supermercados, en unas tardes de fin de semana iluminadas por el fluorescente y ventiladas por el aire acondicionado. Los huertos se quedaron yermos o se poblaron de varas de chopos, para las serrerías. Pero la huerta y el río no se mueren. Quizás más sucios, quizás sin gentes, esperan impasibles nuevos tiempos en que los recuperemos como algo importante en nuestra vida.

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Al elaborar un ideal podemos dar por supuesto lo que deseamos, pero es necesario evitar las imposibilidades.

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