Dos mil pesetas, doce euros, menos del precio de una Game-Boys o cualquier otro juego de ordenador de nuestros hijos pequeños. El precio de uno cualquiera de los libros que hemos comprado estas vacaciones para leer en la “holgazaneria” de los días de vacaciones. Lo que cuesta cada uno de las rondas que pagamos una noche de sábado o de la ronda de nuestro almuerzo diario. El precio de una comida barata occidental. En el siglo XXI, es mucho más del precio que se paga por unos niños trabajadores, por esclavos, en las regiones de Africa. La esperanza de algunas familias para sobrevivir supeditada al trabajo de sus hijos, una situación de extrema pobreza. Sobre esa situación se sustenta el consumo occidental, nuestra capacidad para comprar barato cacao, café, ropa, juegos.
No podemos pensar que son asuntos de la política de los países del Sur. De las tierras de donde la gente huye, jugándose la vida, por llegar a nuestras costas, a las puertas de la vida, del sueño occidental. Occidente sigue siendo colonial. Capaz de mantener nuestro alto nivel de vida a costa de la explotación, de mantener la esclavitud. Existe injusticia en nuestra sociedad, pero no podemos apartar la vista de la enorme diferencia entre nuestro mundo y aquél de la olvidada tierra africana, de los lejanos países de Asia o Sudamerica, desde donde las noticias que nos llegan apuntan al alto riesgo de la mecha de un polvorín explote ante la situación insostenible en la que vive millones de personas.
Agazapados en nuestro refugio, confiamos en que aquí no lleguen restos de harapos y piedras que salten con la explosión. Apostillados en nuestra civilización, ciegos ante el colapso que se avecina. No nos importan los muertos si no son nuestros, aún sabiendo que el coste de no alterar las normas del llamado “mundo civilizado”.
Despertemos, porque sólo hay salida si apostamos por la equidad en el desarrollo y nos conciencias de la necesidad del Cambio.