X. RAFAEL

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El año 1924 no era buen momento para nacer, menos aún si lo hacías en un pueblo de Teruel y si tu familia dependía del jornal en el campo. Los jornaleros trabajaban para un amo, el terrateniente, pero su trabajo, como lo es hoy, estaba supeditado a la evolución de la cosecha. Aquellos años una sequía o una helada tardía suponía tener o no tener que comer durante todo un año.  Un año bueno, significaba simplemente sobrevivir.

Habían pasado la mañana de excursión. El fraile del Convento San Nicolás de Bari, su maestro, llevó al Puente Minero a todos niños de la clase, 20 chavales de entre 6 y 12 años. Desde la escuela en el barrio de Dolores Romero   siguieron, en dirección contraria al discurrir del agua, el camino de la antigua canalización proyectada por Pierres Vedel  cinco siglos atrás, que llegaba a la ciudad de Teruel superando El Arquillo en la parte alta del barrio del Carrel, después el acueducto  de Los Arcos salvaba el último barranco que bajaba desde las Ollerías; hasta casi finales del siglo XX todavía alimentaba la fuente ubicada bajo  el torreón de la Bombardera donde  cada mañana y al anochecer llevaban a abrevar los campesinos del arrabal a sus animales de labor hasta que estos desaparecieron, por la mecanización del campo y porque en las viejas casas del Arrabal los labradores envejecieron sin que nadie les relevara.

Los mozalbetes acompañados del fraile llegaron a La Fontana. Allí dejaron las canaletas de cerámica de barro encajonadas en la tierra por donde circulaba el agua. Desde su nacimiento en la Peña el Macho estaba diseñado el nivel para que el agua circulara hasta su destino por acción directa de la gravedad, sin otro tipo de ayuda. Los barrancos que bajaban desde Los Mansuetos se superaban con pequeños arcos de piedra, puentes que no obstaculizaban el cauce ocasional de las fuertes tormentas de verano cuya fuerza habría roto la empalizada.  Alguna elevación se atravesaba a través de túneles, algunos de casi un kilómetro, como el que desde la Fontana atravesaba la montaña hasta la primera arqueta desde la que se divisaba la ciudad. Estas construcciones eran pequeñas casetas cuadradas levantadas con piedra tallada. En la Fontana de una pequeña se abastecía al abrevadero que  utilizaban para calmar la sed los rebaños de ovejas, también los machos y burras que araban los campos y los de los masoveros de Corbalán que todavía bajaban cargas de leña a la ciudad. No era un agua fresca, estaba muy cargada de cal y yesos, con un sabor a salitre dejaba el paladar áspero.

Después de cruzar el río seco, que encauzaba el valle desde la Baronía de Escriche, llegaron a la vía minera de Ojos Negros en el momento en que la atravesaba la máquina del tren de vapor arrastrando varios vagones cargados de mineral de hierro. El Puente Minero era su destino. Bajo él recorrieron las cárcavas de margas y arcillas coloreadas   con varios tonos ocres. Dedicaron  casi una hora en recoger pequeños cristales de yeso negros y granates, asombrados de las curiosas formas de su cristalización; con ellos el franciscano les ayudaría a entender los polígonos, pero sobre todo las curiosidades de la naturaleza.  Y tras subir por la ladera  hacia las primeras  margas bajo las piedras calizas blancas, les mostró restos de huesos, que se deshacían al tocarlos. Les explicó su procedencia: miles de años atrás cuando los hombres aún no poblaban estas tierras,   en un  paisaje similar  a una gran sabana africana, una pradera alrededor de un lago en donde pastaban caballos, también elefantes –de los que procedía el colmillo localizado  en la entrada de la cercana cueva de las tres puertas-. También observaron  pequeños caparazones casi fosilizados de caracolas incrustados en las piedras.

Un paisaje inmenso se extendía hacia el oeste. Una inmensa ladera sin apenas relieve,  cultivada de cereal, bajaba desde Caudé; rompía la horizontalidad y claramente indicaba  que el suelo no solo se había tumbado, también estaba  hundido respecto a la elevación rocosa que se levantaba en el Norte hacía Celadas. Aquellos días de primavera los campo  estaban verdes, salpicados del rojo de  las amapolas. Al Este y al Sur, las muelas se elevaban  y caían bruscamente hacía el río Seco en quebrados barrancos. Las laderas abancaladas se sujetaban, para no verse arrastradas  con  la inercia de la gravedad,  con  muros de piedra seca que los agricultores año tras año reparaban para no dejar al suelo deslizarse hacía la rambla. En aquellos pequeños trozos de tierra también sembraban cereal y florecía las amapolas, aunque  muchos de esos pequeños bancales, muy estériles por el sustrato yesoso del suelo, se abandonaban. Quedaban yermos  y los colonizaban las aliagas; apenas un mes antes hubieran visto las laderas tapizadas de color amarillo cuando estas plantas florecían  e impregnaban en el ambiente un fuerte olor dulzón que atraía a las abejas a chupar su néctar.

Se habían retrasada en el regreso. Llegaba tarde. Con los libros, guardados en una cartera de cuero marrón atada con un hebilla de cinturón, corría desde el Colegio, bajaba a saltos las escaleras que llevaban a los Arcos, para entrar por la Puerta de la Traición, San Miguel y la Plaza del Torico, entre las estrechas calles que llevaban a los conventos de la Plaza de San Juan. Apenas tenía veinte minutos para llegar a la Glorieta. Bajo el templete guardaban sus instrumentos y aquella tarde tocaba por primera vez en la banda de música. El interés mostrado durante  tres años, estudiando solfeo y el instrumento, le permitía ya  leer las notas al ritmo capaz de trasladar la información a los dedos que con suavidad  la han de transmitir, en su caso al  bombardino y al trombón de varas, haciendo sonar la música.

Junto a sus padres y ahora ya todos los hermanos vivían  en el barrio de La Judería. Se había trasladado desde el pueblo en busca de nuevas oportunidades. El trabajo de jornalero  no ofrecía muchas oportunidades para una familia que comenzaba a llenarse de hijos. Hacía unos meses que también había llegado el hermano mayor, que en un primer momento se había quedado de pastor; con quince años apenas cumplidos se encargaba del cuidado de las vacas de una masada en San Blas y cada mañana repartía la leche cargada en un carro tirado por un macho romo, hijo de burra y caballo, de gran mansedumbre y fuerza, que no exigía muchos cuidado. Los machos, con una talla mayor que los burros,  aportaban un poco más de fuerza sin exigir por ello más comida que aquellos.  Además, estériles, no era necesario campear con los periodos de celo y la preñez. Los campesinos habían encontrado en ellos  la fuerza capaz de arar los campos y arrastrar las cargas sin a cambio destinar a ellos mucha cantidad del grano de la cosecha.

Unos meses después cambió su vida. El verano de 1936 trajo la Guerra Civil a España. El cerco de Teruel en las navidades de 1937 conllevó la evacuación de la ciudad. Quedaron abandonados su uniforme y los instrumentos de la Banda de Música, también sus infancia. Todo quedó enterrado tras los bombardeos y combates de los días en que aquel lugar se convirtió en objetivo militar. Apenas volverían a encontrarse con los horrores de la guerra hasta regresar  cuando terminó con la victoria del bando rebelde dirigido por los generales capitaneados por Franco el  1 de abril de 1939.  Desde la primavera de 1938 habían vivido en los pueblos de Murcia donde les acogieron, les dieron trabajo y pudieron sobrevivir.

El regreso no fue fácil. Encontraron una ciudad en ruinas, su casa también. No recuperaron  su pasado, lo dejaron al abandonarla empujados por soldados que les obligaron a salir los días previos al día de  Reyes de mil novecientos treinta y ocho; salir de aquel infierno les libro del fuego que llegaría a los pocos días cuando  la tropas nacionales, apoyadas por mercenarios marroquíes, decidieron como objetivo recuperar la ciudad que días antes y por primera vez había lograda rescatar el gobierno de la República. Pudieron reiniciar la vida con el trabajo renovado en el almacén de aceites y coloniales donde su padre unos años antes, cuando llegaron desde el pueblo, encontró la vía para llevar un jornal a la casa. Él, también tuvo que incorporarse al trabajo, la familia necesitaba dinero para vivir, sus hermanas lo aportaban trabajando como mandaderas en casas de pequeños burgueses de la ciudad, más adelante incluso saldrían a servir en casa de algún médico en Zaragoza, la madre se dejaba la vista tejiendo jerséis de lana y colchas de ganchillo, algún hermano se vio en la transición sin haber ido al colegio y su analfabetismo lo arrastraría ya toda la vida.

El hermano mayor que había combatido en el bando republicano, al entrar en la ciudad desde el campo de concentración de Soneja, fue detenido acusado por un delito de sangre durante la toma de la ciudad de Teruel por los republicanos, en el que nunca se demostró su participación, a lo largo del juicio sumarísimo que se abrió a varios vecinos turolenses. De ese proceso ya no saldría con vida. Las penosas condiciones de la cárcel y el trato que recibió en los interrogatorios, debió ser la causa de contraer la tuberculosis, a consecuencia de la que fallecería cuatro años después.

El padre no fue capaz de reponerse de los horrores vividos en la guerra. Fue reclutado en los peores días de la batalla de Teruel para recoger los cadáveres que cada amanecer aparecían  congelados en los campos tras los violentos combates durante la noche, en las proximidades del cementerio por donde desde Los Baños los soldados republicanos pretendían romper las lineas defensivas y entrar en la ciudad. La muerte del hijo mayor le hizo sentir la impotencia de no poder defenderlo, arrastrado por una burocracia, la de los vencedores, que incomprensiblemente en ningún momento dejó abierta una oportunidad para desvelar la verdad del asunto. Por las noches durante años regresaba a casa intentando acallar sus voces internas con el sabor del chato de vino.  Un amigo, sereno de profesión, solía recogerlo del bar apeadero del barrio de San Julián cuando ni su cuerpo ni su bolsillo podían permitirse seguir bebiendo.  Este buen amigo le debía la vida desde el día en que en Calasparras le libró de ir al frente cuando en la cola de reclutamiento le ayudó a seguir el camino de los elegidos para trabajar en las huertas y evitó el que llevó a la muerte a viejos y a adolescentes de las últimas llamadas a filas de la España republicana. El sereno aprovechaba para tomar una malta con leche y calentarse hablando con la familia.

La primera mañana, nada más regresar a Teruel desde Murcia, acompañaba a su padre en la churrería de las escalerillas del Arrabal. Al ir a pagar las dos docenas de churros, que habían comprado, les dijeron que el dinero rojo no servía, era tan alto el cambio de la peseta republicana a la franquista que no compensaba. Incomprensible cuando la República había pagado sus deudas en efectivo, mientras el nuevo gobierno, vencedor en la guerra, estaba hipotecado, y con él la nación, por el crédito con altos intereses con el que había pagado el total de sus inmensos gastos de armamento militar durante la guerra.  Comprendieron lo que era volver a empezar desde cero. Un conocido les ofreció un préstamo, sacando un enorme fajo de billetes, quizás recogido cuando un año antes dinamitaron el Banco de España. Visitaron el almacén de aceites donde habían trabajado y asumieron el trabajo que les ofrecían a los dos, padre e hijo.

Con menos de veinte años le mandaron al Bajo Aragón a confiscar el aceite, las olivas, las judías, los garbanzos y las lentejas. El nuevo gobierno, a través del departamento de Abastos, requisaba  los alimentos a los campesinos. Muchos agricultores ofrecían dinero a cambio de lo que habían producido, pues lo que les pagaban no cubría gastos y además le dejaba sin comida para su familia. Tras recorrer la ruta marcada  en los pueblos del Bajo Aragón, esperaría a los camiones ZIS rusos (“SHC-tres hermanos comunistas” eran llamados popularmente), requisados al ejercito de la República, con ellos transportarían la carga al almacén, conducidos por funcionarios de Abastos adeptos al régimen. Su destino eran los almacenes del estado y aquellos consorciados con empresas afines al gobierno; en unos y otros se producían pérdidas que engrosaban el mercado negro, el estraperlo, con lo que la corrupción, apenas comenzado a andar el gobierno, ya impedía el fin buscado: garantizar las necesidades del consumo de los alimentos básicos para la población.

Meses después iniciaría su largo servicio militar, casi tres años. La víspera se había clavado un clavo oxidado en el pie que le desencadenó gangrena. El hospital militar de Zaragoza fue su salvación, pues lograron curarle la herida tras limpiar toda la carne podrida. Coincidiría allí con su amigo Eliacer,  el taxista;  juntos muchas noches se escapaban por la ventana trasera para ir al cine y divertirse en la noche zaragozana.

Una vez curado  le trasladaron como cabo furriel  a Jaca y a la estación ferroviaria internacional de Canfranc.  Apenas guarda recuerdos del ambiente de nido de espías de aquel lugar, apenas terminada la segunda guerra mundial el túnel todavía guardaba el olor de los fascistas alemanes, que a través de él y con la ayuda de Franco habían huido acompañados de tesoros y obras de arte que arrastraron con ellos. Tampoco contaban que hubiera conocido la ofensiva iniciada en el Valle de Aran, capitaneada por el PCE, para recuperar el país perdido. Aunque fracasó, ese intento de invasión por parte de  un ejercito de  excombatientes republicanos, significó el inició de la lucha de  guerrillas en tantos lugares de España hasta el inicio de los años cincuenta; los Pirineos eran el punto de  contacto con el exterior. Alguna ocasión narraban el recuerdo de aquellos que caían durante la noche por la imprudencia de fumar y convertir su cara en el punto de mira de francotiradores; curiosamente los caídos solían ser guardia civiles y casi nunca soldados de reemplazo.

Desde el primer momento se marco el compromiso de mejorar la vida de los soldados en su condición de cabo furriel. Son cientos de experiencias personales. Como cuando en Zaragoza tras un permiso en Teruel regresaba con el dinero, que le había entregado el jefe del almacén donde trabajaba junto a su padre. Aprovechando la visita del permiso militar y su regreso posterior a Zaragoza  se lo habían confiado  pagar a algunos proveedores. Al entrar en la pensión, un señor de aspecto formal se desesperaba porque había perdido la cartera y no le dejaban alojarse si no abonaba el precio de la habitación. Le pidió por favor ayuda, él le contestó que el dinero no era suyo y suponía un gran compromiso prestarselo. Finalmente le pagó la estancia, que al día siguiente le devolvería cuando consiguió fondos una vez abiertas las oficinas bancarias. Meses después cuando Abastos le requisó en Pamplona dos camiones de patatas que había comprado en  la huerta Navarra   para su compañía del cuartel -el ejército también sufría la carencia de productos básicos de alimentación-, volvió a encontrarse con aquel hombre. Era un funcionario de abastos que le reconoció y facilitó los papeles para llevarse sin problemas los camiones cargados de suministros para la cocina. Como cabo furriel encargado de gestionar los suministros de la tropa, vendía el café en el mercado negro y con los beneficios compraba malta y leche, con lo que mejoraba la alimentación de la guarnición, también tabaco que a precio accesible para costear gastos compraban los soldados, todo previo acuerdo con ellos, que veían de esta forma mejorar su estancia en el cuartel. También tuvo el valor de denunciar al Capitán los trapicheos del Brigada que comerciaba con uniformes para beneficio propio, lo que no recibió grandes simpatías de los elementos corruptos, en muchos casos de graduación alta.

Apenas terminada la mili, pese a las reticencias de la familia y en una boda humilde en una de las casas del Arrabal, se casaron. Setenta años conviviendo y forjando una familia con Joaquina,  la mujer cuyo retrato tatuó a los 22 años en su antebrazo izquierdo, su hermosa cara y un corazón  con el texto: “Joaquina, te quiero con todo mi corazón”

En apenas unos meses obtuvo el carnet de conducir. Ese almacén  y las sucesivas ampliaciones empresariales fue su mundo laboral. Comenzó de mozo, con la fuerza capaz de mover bidones de aceite de un centenar de kilos de peso y el exquisito tacto para tostar café, que impregnaba de aroma todo el barrio de La Bolamar y que incluso llegaba al taller donde pulía muebles su novia. Después continuaría como chofer de camiones para el reparto de víveres por gran parte de la provincia, acompañado de Andrés, el Serruchi, por carreteras infernales durante crudos inviernos, en los que sólo el esfuerzo de los vecinos y la obstinación del transportista eran capaces de abrir la carretera sepultada por grandes ventisqueros de nieve, para poder entregar los suministros que transportaban a las tiendas, que entonces existían en cada pueblo. Los últimos años asumió  la responsabilidad de organizar  las entradas y salidas de mercancía, lo que no era fácil cuando, sin ayuda de ordenadores y base de datos, el trabajo se realizaba manual y mentalmente;  en inmensos pliegos de papel organizaba los pedidos y la distribución del viaje de los camiones por los pueblos de la provincia para su reparto, era capaz de realizar grandes sumas de extensas listas de números, sin más ayuda que el lapicero y su capacidad mental.

Cuando con 55 años yo comencé a aprender música, él, con 90, sin haber  vuelto a leer partituras desde los quince años, recordaba las notas musicales que aprendió en su infancia. De la misma manera  conservaba el recuerdo de cada una de las rutas por las que discurrían los itinerarios por lo que hace treinta años había organizado los viajes de los camiones para llevar mercancía a los pueblos. Y por supuesto seguía siendo capaz de sumar y recordar extensas listas de números.

Su carácter  le hacía  no reblar ante la adversidad, superar el reto de cada  nuevo día con el trabajo, con el esfuerzo en cumplir las obligaciones: con humildad, bondad y honestidad. Así lo ha mantenido incluso en su última batalla cuando la vejez se ve doblegada por la llegada de la terrible enfermedad, el cancer. Aún cuando  la muerte llegaba acompañada de una guadaña de gran filo, no mostró ni miedo ni temor: su conciencia estaba tranquila.

Únicamente temblaba al verse incapaz de asumir la responsabilidad de cuidar a Joaquina, a quien la vejez le vino acompañada  con la demencia. Son días difíciles en los que la debilidad  roba la  autonomía y  sin ella duele depender de la ayuda, la que siempre él ha dado.  Pero ello no es obstáculo para asumir con gran responsabilidad el anuncio de un final, aquél que te lleva a un destino desconocido cuando después de cerrar los ojos, de apagarse la luz, no sabes lo que ahí. Ni esas dudas pudieron con su ejemplar «saber estar»: conservar la dignidad y el respeto de quienes le conocen y acompañan.

Durante años fue apartando del camino las tristezas y el dolor vivido, para encontrar el deshielo que hiciera fluir la ilusión de vivir. Los recuerdos de la dureza de una vida complicada, jamás apagaron la alegría y esperanza, la seguridad  con la que hemos crecido a su lado. Hijos y nietos,  nos hemos visto impulsados por su vigor. Su confianza, arropadas con esas grandes manos con las que trabajó, ayudó y abrazó, los símbolos de su vida. Se ganó nuestro respeto por sus valores, jamás le hemos tenido miedo, porque jamás nos mostró la mínima amenaza, sus manos nunca dieron un bofetón, ni el más pequeño coscorrón. La fe en sus palabras, en su mirada, ha ido guiando nuestros pasos.

La integridad de un hombre que respetó y pidió ser respetado.  Que supo dar, con la generosidad de nunca pedir nada a cambio. Del que nos queda la sensación  de haber recibido tanto,  y no haber sido capaces de devolverle una parte.

Las palabras que escribimos son: el abrazo, la conversación, el recuerdo. Son su presencia.

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