La placida mirada hacia el poniente. Allí donde la línea del océano se enciende cuando al terminar cada día se oculta el sol, antes de que el cielo se cubra de luces que nos devuelven a la realidad de la insignificancia de nuestra presencia en el vasto universo. No puede apartarnos de la realidad.
Es la que sufren nuestro vecinos descolgados del sistema. La misma que encuentran al despertar del sueño quienes desde lejanos lugares emprendieron la huida hacía el nuestro y se encontraron ásperas rocas que rasgaban su piel, perforando la bolsa de ilusiones transportadas desde su lugar de origen, las que le permitieron sobrevivir a un duro camino en el que sólo el dinero les abre puertas, que definitivamente se cierran al llegar al destino.
No tenemos ningún derecho a negociar con sus vidas. Sólo es válido afrontar nuestra responsabilidad para acogerlos e integrarlos en nuestras sociedades, cuando no somos capaces de revertir el devenir de fracaso de sus países, lo que les obligó a huir.
Recrearnos desde la izquierda en mantener nuestra máxima pureza, no aporta soluciones. Al contrario, se lanzan del barco hacía el naufragio quienes, escuchando canticos de sirenas, caen en la trampa de aquellos, a los que conocemos, cuyo objetivo no el bien común.
No temamos manchar nuestras túnicas blancas en el esfuerzo por parar el avance de la barbarie.