IV. LA MANTA DE CUADROS

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El uno de abril de mil novecientos veinte, Justo regresaba de Barcelona. En el puerto de Valencia le esperaba su hermano y los primos de la Puebla de Valverde con los que en el P. Satrustegui, viejo barco de vapor, embarcaban rumbo a los Estados Unidos de America. Llegaba de despedirse de Concepción.

La abuela llevaba viviendo desde hacía un año en Barcelona. Después de casarse tuvieron dos mellizas que murieron en el parto. Una familia de la burguesía barcelonesa, libreros, la contrataron como ama nodriza para la hija que acababa de nacer, seguramente recomendada por alguno de los muchos parientes que hacía unos años se habían trasladado a trabajar en la industria textil catalana ó en alguna portería de edificios del Barrió Gótico de la ciudad.

Ninguno de los dos había salido de las masadas. Justo, hacía siete años que había regresado de la bahía de Cádiz. Lo habían destinado allí para cumplir el servicio militar y la fortuna le sonrió al no verse obligado a cruzar el Estrecho de Gibraltar, desde Algeciras, para participar en una de las múltiples y periódicas guerras que España mantenía en su colonia del norte de África. Descubrió allí una tierra fértil, tan distinta de las pedregosas laderas del Cerro Blanco, Cerro Los Novillos, del Cabezo Alto, donde comienza a elevarse la Sierra de Gudar. La tierra andaluza les mostró praderas con hierba tan alta que llegaba hasta la barriga de las vacas que en ella pastaban, enormes alcornocales capaces de dar sombra a treinta toros; según yo recuerdo de algunos de los relatos que me contó en las tardes en que, junto a la pared de la era, protegidos del cierzo, nos sentábamos al sol del mediodía mientras la pequeña perra ratonera correteaba o se tumbaba a nuestros lados para que le acariciáramos la garganta.

La abuela descubrió en Barcelona un mundo alegre en el que resultaba fácil soñar con un futuro. Esperanza que compartió con su marido aquellos dos días de despedida en que soñaron con una nueva vida cuando tres años después regresara de América. Lo hablaron aquellas dos tardes, paseando por las ramblas en la hora libre que la familia le dio para estar con él,  porque en la casa no les dejaron dormir juntos.

Los primeros años la familia Suñer gozaba de prosperidad y Concepción sólo tenía como obligación cuidar de la niña que quería como hija. No sólo la alimentaba con su leche, también le daba todo el amor maternal que retenía de las hijas perdidas en el parto. Vestida de doncella de belle époque, vestidos alegres tan distintos de las sayas negras que usaban en la masada, empujando el carrito de bebes, todos los días disfrutaba varias horas en el parque de La Ciutadella hablando con otras niñeras. El resto del día continuaba atendiendo y haciendo feliz a la niña, tal y como le pedían sus padres; lo que era fácil desde las condiciones de vida de una familia burguesa. El cabeza de familia murió al poco de nacer el segundo hijo. Concepción vivió entonces el decaer de la casa. Aunque no podían pagarle, lo hicieron con el cariño de quererla como una más de la familia que sufría los cambios que la muerte del padre trajo, con ofrecerle una casa donde vivir y proporcionarle el ajuar, que conservaría hasta que la guerra, pocos años después, destruyera en Teruel los recuerdos de su vida.

En torno al verano de mil novecientos setenta y cinco, nos visitó aquella niña que la abuela Concepción amamantó y cuidó en la Barcelona de los años veinte. Le acompañaba su marido, conduciendo un seat seiscientos, con el capo trasero ligeramente abierto para ayudar a refrigerar el motor, se  desviaron hacía Teruel en su ruta, regresando de un viaje que en vacaciones realizaban para conocer Toledo. Querían saludar a la familiar “de leche” de la que hacía varías décadas no tenían noticias. Los primeros años tras regresar Concepción a Teruel solían intercambiar correspondencia, los cajones del granero aún conservan postales y fotografías que la abuela Joaquina recuperó de la casa de la Plaza Mayor de los arrabales. La abuela debió  guardarlas  como recuerdo de aquellos años en que trabajando de niñera en la calle Balmes de Barcelona su vida fue un poco más fácil. Nos trajeron un pequeño recuerdo, un palillero con reproducción de pequeñas espadas toledanas. Durante algunos años volvieron a compartir cartas con intercambio de fotografías donde se muestran a los hijos que crecen y se van haciendo adultos. Después, poco a poco, de nuevo el olvido nos ha ido separando en diferentes direcciones y ninguno sabemos de los otros.

El abuelo se sentía sólo sin la abuela. Siempre se sintió un poco sólo en aquellas tierras prestadas, las de la Baronía de Escriche, donde su familia venía viviendo desde hacía varias generaciones. Cuando se casó con Concepción y pasó a vivir a la Masadica, que ocupaban sus suegros, su ánimo no mejoró. Al padre de su mujer le gustaba acercarse a Corbalán a tomar algún chato de vino, y el trabajo, todo el trabajo de la casa, se amontonaba en sus hombros y en los de ella. A su suegra la llamaban La Coronela, con lo que sobran palabras. Justo era un hombre enamorado. Joven capaz de soñar. Pero sin ella se quedo sin el aliento para sonreír cada mañana, para quitarse las legañas de los ojos y saborear la llegada de cada amanecer.

Una mañana que se encontró por la masada de la Atalaya con el primo Tomás de la Puebla de Valverde, este  le contó lo que otros de la familia le transmitían desde Westwood, un lejano pueblo de los Estados Unidos de América, respecto de una gran empresa que explotaba unos bosques que no tenían fin, árboles con una altura de varias decenas de metros, con troncos tan anchos que eran incapaces de rodear cinco hombres. Buscaba trabajadores. Les pagaban el viaje de ida y vuelta y le prestaban, previo pago de alquiler, una cabaña donde vivir, a cambio de que durante tres años trabajara de sol a sol. También tendría un salario para ahorrar y regresar con un dinero que le ayudara a alcanzar el sueño que junto a su mujer tantas veces habían soñado desde los paseos de noviazgo. No lo pensó, dijo que sí; le propuso a su hermano Francisco acompañarle.

Francisco llevó de la masada un buen trozo de jamón para el viaje y la manta que le pidió: La manta de cuadros. Paño áspero con cuadros desdibujados, colores apagados decapados por el sol, ensebado por el uso y preñado de olor. Olor al campo, al ganado que frecuentó, al cuerpo que cubrió en tormentas con vientos arrastrando matacabras en los atardeceres de los gélidos días de principios del invierno, ahumada con aliagas prendidas al resguardo de un muro de piedras cuando el cierzo azuza en los altos cercanos a Cabezo Alto; él mismo se tendió sobre ella en las siestas estivales a la sombra de las sabinas.

Plegada en la cabecera de la cama, setenta años después me acompañó para abrigar a mis hijos Guillermo y Alicia. Sentado en la mecedora la colocaba sobre mis piernas, arropándolos con ella les cantaba nanas perfumadas por la lana vieja. Le narraba historias sobre una tierra desconocida, de gentes extrañas, de mi pasado y del suyo, de nuestros ancestros, de mis orígenes, de los suyos. Los ojos se me tornaban húmedos, como aquellos ojos claros del abuelo, que al mediodía de los días de enero, recostado en la pared soleada junto a la era, me hablaba de su vida sin enturbiarla con los momentos de dolor que también le habían acompañado. Un dolor que no desapareció en la siguiente generación, la de los padres, cuya infancia se hundió en la furia de la ira, por el hambre y en el forzoso olvido impuesto por el miedo. Unos ojos que se estremecieron por el campo ardiendo de metralla saltando al aire, de hombres avanzando y desplomándose al cortar la línea sibilina de las balas, jóvenes acuchillados en el combate cuerpo a cuerpo.

Los telares del Maestrazgo han desparecido de casi todas las casas, pero durante años movió la economía de las altas tierras del Alfambra, del Mijares y del Guadalope. La lana era oro. Sus buscadores lo encontraban en las ovejas, en el trabajo del batan, en las hilanderías, en los telares, en los arrieros que transportaban y regresaban con mercancías escasas para las gentes de estas montañas. Durante aquellos años estas tierras fueron protagonistas de un reino cuyas fronteras se extendían por el Este hacía donde se llegaba en barco desde los puertos del Mediterráneo. Se duplicó la población. El rejón abrió caballones para obtener alimento. Tras la crisis de la lana dejaron de necesitarse extensos prados y las masadas fueron vendidas en lotes, al tiempo que La Ilustración trajo la fiebre del cereal y desfiguró el territorio en una vasta llanura de lomas labradas y parameras de eriales, surcadas en el fondo de valle por una hilera de chopos viejos, trasmochos; viejos árboles con la cabeza podada constituyeron para los pobres la única leña en el hogar de la casa, las vigas para el tejado del granero, las hojas y ramas para rumiar el rebaño en invierno y matar el hambre. Los batanes se reconvirtieron en molinos, que también necesitaban de la fuerza del agua para moler el trigo.

Pero estas tierras pobres y su clima infernal se agotan si se las exprime. Desaparecieron los bosques de encinas, de quejigos, también de pinares. Cuando la población descendió en sucesivos éxodos al exterior, las ovejas desaparecieron porque la lana ya no se compraba, los fuegos bajos de tantas casas se apagaron y ya no pedían leña, muchos de estos campos repuntaron de nuevo con pinochos jóvenes capaces de enraizar en el único suelo conservado entre las grietas de las rocas. Sucedió a este tiempo la desorientación. Los telares se fueron a zonas industriales donde la maquina de vapor impulsada por el carbón los movía más veloz que la fuerza del agua y los brazos de los campesinos. Las gentes de la sierra quedaron huérfanos al desaparecer ese sistema socioeconómico, en que los especialistas ya no tenían lugar. Sobrevivieron algunos en espera del cambio que nunca llegó. Algunos partieron a las zonas industriales catalanas. Otros buscaron la fortuna en las tierras americanas, el joven país que ofrecía trabajo.

El abuelo, con cuarenta y tres años, una niña de once años y un mocete de cuatro, la mañana del veinte de Julio de mil novecientos treinta y seis, acompañado del tío Miguel, el albañil, se quedó parado leyendo el parte de guerra que el brigada acababa de pegar en la pared del Tozal junto a la Plaza del Tórico de la ciudad de Teruel. Junto a ellos lo leían una veintena de personas. Algunas con el alma en los pies temblaban, otros con una sonrisa en la cara miraban alrededor sin sutilezas tramando revanchas pendientes.

A la lectura del bando de guerra del General Jefe de la Quinta División a la Comandancia Militar de Teruel, siguió el paseo del Comandante Aguado, acompañado del piquete de militares sublevados, guardias civiles y guardias de asalto, deteniendo a su paso por las sedes de las organizaciones de izquierda a cada uno de los que habían sido escritos en la hoja que guardaba en el bolsillo derecho de su guerrera.

Al regresar a su casa, situada en la Plaza Mayor, a escasos metros de las escalerillas del arrabal, junto al edificio modernista de Las Escuelas, debió hablarlo con la abuela. Barajaron el riesgo que un conflicto supondría para un hombre joven como era él, para los niños, para ella. Analizaron irse todos a la Masada con los abuelos. Concepción decidió, haciendo de tripas corazón, que ella no podría marcharse, perdería el trabajo que acababan de darle en el matadero, y alguien debía quedarse para cuidar la casa y los animales. Justo tenía unos días de vacaciones en el almacén de plátanos, donde trabajaba desde que se bajaron a vivir a Teruel hacía cuatro años y estaba a la espera de que le confirmaran un trabajo en el puesto de consumeros. Los consumeros se encargaban de cobrar tributos a todos los bienes que entraban a la ciudad, lo conocía porque cada vez que bajaban con las mulas cargadas desde Escriche debían declarar la leña, los huevos o las piezas de caza que bajaban para vender en la ciudad. Como tantos sueños rotos por la guerra que iba a comenzar, aquella oferta de un buen trabajo también lo fue.

El veintiuno de Julio, antes de que saliera el sol, con la burra cargada con los dos niños, partió por los monotes hacía la Fontana; siguieron subiendo, por la rambla del río seco junto a la vía del tren de mineral de hierro, que desde Ojos Negros lo llevaba al Puerto de Sagunto, hasta Valdecebro, antes de emprender el rumbo a la Baronía, hacía la masada La Hita donde estaban sus padres y hermanos. Nadie en el arrabal se extraño de verlo salir tan pronto, era un viaje que recorría con frecuencia, del que volvía al cabo de unos días cargado de leña. Él iba triste, dejaba a la abuela sola y no sabía cuando podría volver.

Llevaba el Heraldo de Aragón, para leer despacio, junto a su hermano y su padre Gregorio, las noticias que llegaba de otras partes del país.  Noticias  que explicaban la movilización de militares que había vivido la ciudad esos días.

Concepción, sus hijos y Justo no volverían a verse hasta Enero de mil novecientos treinta y ocho. Cuando el abuelo intentó volver al finalizar el mes de Agosto, las columnas anarquistas del levante había ocupado la Sierra de las Gasconillas, entrando desde Valencia por el puerto de Escandón. La línea del frente cortaba a los dos bandos en Valdecebro, desde donde unos milicianos le indicaron de buenas maneras: que a Teruel ya no se llevaba leña. En la masada conocen por lo que cuentan los vecinos de Formiche Alto y La Puebla de Valverde, que el día veintinueve de julio al llegar a la Puebla de Valverde “La Columna Fernandez Bujanda” junto a un grupo de Guardias Civiles, éstos se sublevaron ocasionando los primeros enfrentamientos con muertos. Otra columna anarquista, “La Torres Benedito” llegaría a Cedrillas y Corbalán el veintidós de Agosto. “La Columna de Hierro”, también procedente de Valencia, tras vencer en Sarrión al comandante Aguado, quién moriría en los combates, fue consolidando posiciones en el Puerto de Escandón y Valdecebro antes de terminar el verano de mil novecientos treinta y seis.

Aquellos milicianos, ciegos con la revolución, identificaban a todo propietario con terratenientes, incapaces de ver que aquellas masadas no las habitaban sus dueños sino medieros en unas condiciones no más favorables que las de los trabajadores en las fábricas de las ciudades. En el caso de los abuelos como los baúles tenían ropa de cuando la abuela sirvió en Barcelona y la que el abuelo se trajo de America, la desconfianza creció. El destino quiso que el jefe de la milicia, cuando los masoveros se negaron a colaborar con los revolucionarios defendiendo sus pocas pertenencias ante la propuesta de entregarlas a la colectividad recién instaurada por la columna anarquista, no fusilara a los hombres de la masada frente a la pared del corral.

Sin duda, la tensión del ambiente subió cuando su padre se negó a entregarles el rebaño de ovejas que recogía en la paridera. Para Gregorio la mitad del rebaño era todo el patrimonio ahorrado en su vida y la herencia que dejaba a sus nietos. En cada nacimiento de un niño reservaba cinco ovejas primalas, que serían para el nieto, junto a todas sus crías, cuando casará.

Se desplazaron a Corbalán hacía el jurado popular ya constituido. Allí las gentes del pueblo pudieron testificar que todo lo que les habían dicho era cierto, por lo que regresaron para seguir sufriendo mientras aquellos, que decían iban a luchar por ellos, pisaban los campos de trigo aún sin cosechar y confiscaban el rebaño para alimentar al ejercito popular.

Concepción no lo pasaba mejor en la ciudad. Los fascistas que la ocupaban no tenían un comportamiento más ético que las milicias. Fusilaban por chivatazos, por causas no vinculadas a fundamentos políticos sino a rencillas personales. Desde la Baronía sabían de ella porque la línea de frente era atravesada por desertores y militantes de izquierda que huían del terror; durante la noche aprovechando la oscuridad entre las cárcavas de Santa Bárbara y los barrancos del Río Seco llegaban a Valdecebro para incorporarse al bando republicano. La abuela nada sabía de su familia, porque de otro lado nadie volvía a la ciudad ocupada por los fascistas.

La manta envuelve su cuerpo enjuto y lo tiñe de cuadros entre los que sólo sobresalen una nariz aguileña y unos ojos profundos y claros. Las ovejas comenzaban a enfilar rumbo a la paridera, pero él permanecía quieto con la vista fijada en el poniente donde el sol comenzaba a ocultarse. La guerra civil les volvió a separar once años después de aquél viaje; el de ella a Barcelona y el de él a California. Apenas quince kilómetros tenían que recorrer para encontrarse, pero una línea del frente de guerra les mantuvo separados a uno del otro durante dieciocho meses.

Desde el dieciocho de Julio de mil novecientos treinta y seis la ciudad de Teruel quedó en manos fascistas. Los últimos días de Diciembre de mil novecientos treinta y siete el ejército gubernamental la recuperó por unos tras la más cruel batalla vivida en el lugar. Después de año y medio en el que el frente permaneció estable, con continuas escaramuzas de las milicias, que desde los primeros días del golpe de estado habían ocupado la sierra, desde la masada vieron avanzar al ya ejercito republicano, porque las milicias habían sido militarizadas hacia apenas dos meses y la disciplina castrense se había impuesto incluso en las más anarquistas. Apenas quedaron unos centenares de soldados guardando la retaguardia, cuidando la logística, por si hiciera falta intervenir y apoyar a los miles de camaradas que se batían por ganar la primera capital de provincia a los rebeldes. De ellos les llegaron las noticias de que la ciudad había sido ocupada hacía un par de días y la población civil era evacuada rumbo a Valencia.

Durante casi dos años apenas había tenido noticias de la mujer que quedó sola en casa, cuando él con los hijos subió a visitar a los abuelos, a ayudar en la siega, huyendo del terror que presentían se apoderaba de las calles turolenses. El mismo día que insurgentes del ejercito al Gobierno republicano dividieron el país en dos. Como en el resto del país una de esas líneas marco el destino de los que quedaron en las masadas camino de la Sierra y los que resistieron en la ciudad, donde la burguesía había iniciado cambios de modernidad, donde el ferrocarril abría caminos hacia el exterior, donde el mercado permitía dar salida a algún excedente y la entrada de algún dinero para cambiar un economía de autarquía de quien vive por y para la tierra, pero donde las oligarquías nunca estuvieron dispuestas a perder poder y privilegios.

No lo comprenden los anarquistas que han llegado desde Valencia, la ciudad grande que hay junto al mar, con puerto, y que estos días subieron a la Sierra a reconquistarla del fascismo. No entienden el sometimiento del hombre a la tierra y en sus sueños creen en la utopía. La utopía que ellos no han logrado en sus fábricas y que sólo los textos de intelectuales dan cabida, la que algunas colectividades anarquistas han impuesto con la revolución y han encontrado la resistencia y respuesta en contra de sus propios aliados republicanos. Encuentran que es otro mundo el de estas aldeas rurales y ello se plasma en artículos como el que escriben el veintiséis de Agosto de mil novecientos treinta y seis en el periódico Fragua Social, sobre información del frente de Teruel, donde textualmente citan respecto a las gentes de los pueblos que la milicia ocupa en la Sierra de Gudar: <llevan cuñado en sus rostros miseria de siglos. Cuerpos calcinados. Por los montes pastan ganados cuidados por niños de cinco años. El analfabetismo los tiene sumidos en una noche de hambre, mugre y moscas. El mitin se celebra en la plaza principal. Acude el pueblo a escuchar palabras de igualdad. Se adivinan sus cerebros haciendo esfuerzos por mantenerse a flote en aquel fárrago de ideas. “¿quien no trabaje, no tiene derecho a comer!” Se encienden sus ojos. Vibran todos ellos>.

Hoy la manta de cuadros huele a todos esos recuerdos. Guardada, pero siempre a mano para recogerla, espera el momento de volver a acompañar en momentos de cambio, de arropar el silencio y el frío si hay que volver a empezar. Permanece en el armario impregnando de olor a melancolía por los momentos tristes en que miras atrás para encontrar el camino de donde vienes.

Me contaba el abuelo que en las mañanas del invierno siguió abrigando los hombros de su hijo cuando, antes del amanecer, con apenas 13 años, partía a su trabajo de aprendiz de conductor a prender la llama con la que calentar los motores de gasoil de los camiones con el fin de que arrancaran cuando llegaran los chóferes. O, años después, cuando ya era conductor de uno de aquellos camiones, antes de salir de viaje, antes de de amanecer, arropado con ella se dirigía al huerto a dejar listos unos cuantos caballones de la huerta, para que su viejo padre después plantara las patatas o sembrara el maíz. La vieja manta pasó de arropar la espalda del pastor a la cabina del camión para abrigarse con ella cuando algunas noches de invierno quedaba aislado por la nieve en alguna de las malas carreteras de aquella España aislada por la autarquía y la dictadura.

Acompañó al abuelo hasta sus ochenta y ocho años. Sus viejos huesos, su piel curtida por el sol, no sentía el frío. Su cabeza horadada de agujeros por los que escapa la memoria de las cosas recientes, pero en los que, como la calcita que se deposita en las grietas de la roca caliza, se agarran los recuerdos del pasado, las vicisitudes de tantas desgracias vividas sólo soportadas por los también placeres insustituibles que otorga vivir. Sus temblores se calmaban cuando la acariciaba con sus manos, retorcidas por la artrosis.

Desconozco como continuaron tantas líneas trazadas de mis conversaciones con él. Me arriesgo a hilar esta historia conforme deshago el ovillo que guardo con lo que me contaron unos y otros, tejiendo con dosis de imaginación, con documentos históricos recuperados de libros publicados en los últimos años. No importa si es real la forma en que concluyo algunas historias, que cuando me las contaron quedaron sin cerrar, sólo pretendo que no se olviden.

Yo que vi al abuelo como un hombre viejo. Con sólo un diente en su boca, con el que se defendía para arrancar mordiscos a esas manzanas del huerto, del suyo, de los árboles que plantó al comprar la pieza. El huerto que trabajó hasta cuando sus manos deformadas apenas podía agarrar el mango de la azada con la que hasta muy avanzada edad anduvo cavando para no perder su identidad campesina. Varias décadas después de su muerte quisiera rescatar el rostro que una larga vida de dolor oculto, ese rostro de bondad, de hombre bueno, que mostraba su mirada de ojos claros y su creencia en el valor de la palabra. El de una vida que fue de un hombre enamorado, cariñoso con sus hijos y nietos incluso en los momentos de miedo y terror, y cuya ternura disimulaba tras la piel rasgada que la vejez temprana cubrió de cicatrices.

Solitario. Al regresar con el ganado, después de todo el día dirigiendo el rebaño hacia las lomas que debían pastar, hacia los cabezos donde debían sestear, hacia la fuente donde abrevar, sus hermanos marchaban a la puerta de casa y junto a la pequeña mesa de madera empezaban una partida de guiñote. En aquellas tardes de verano, en las horas que por fin llegaba el fresco, charlaban hasta la madrugada en torno al viejo porrón. El abuelo se apartaba en aquellos momentos, taciturno, como quien no quiere verse ni que lo vean, se acercaba a los huertos y regaba las patatas, escarbaba las lechugas y tomates; el huerto, incluso en los fríos días de invierno, era el rincón donde se sentía cercano a la tierra, y en esos atardeceres gélidos cuidaba las coles o volteaba la tierra.

Apenas sabía escribir y las poesías, las que meditaba para Concepción, nunca sellaron una carta. Nacían y morían al momento. Sólo alguna del tiempo de los primeros momentos del noviazgo ella las escuchó. Después, tan solo de su presencia cercana brotaban tallos del amor que existía entre los dos.

Que días más hermosos, aquellos días dulces cuando festejaban. Su padre veía con buenos ojos que su solitario hijo hubiera encontrado una buena compañera que rompiera sus silencios. Los novios festejaban en las tardes del otoño recogiendo moras en el Remolín, de aquellas zarzas que crecían junto a la vieja acequia y entre las ruinas del molino; durante años recordó el sabor de aquella mermelada para  saborear los recuerdos de la felicidad.

Nubarrones llegaron tras la boda. Su madre celosa de las nueras, nunca encontró un momento para abrir los brazos a las recién llegadas. Fue un año difícil, con mucha sequía, en el que de los surcos abiertos en el otoño no nacía el trigo, días en que las ovejas no se quedaron preñadas capaces sólo de retener la piel pegada a los huesos, cuando las gemelas murieron al nacer. La situación tensa hasta el límite facilitó romper la cuerda que los unía a la familia.

Concepción marchó a Barcelona, mediación de unos primos, para hacer de nodriza de una familia burguesa que regentaba una librería en la calle Bálmes. Él, con Francisco, respondió a la llamada de los primos de La Puebla y marcharon a California a una serrería de viejas y gigantes secuoyas.

Años de distanciamiento sólo roto por las cartas que se enviaron. Experiencia gratificante de vivir en lugares desconocidos y tan distintos de donde había nacido y se habían criado. Sin embargo añoraban volver a esta tierra curtida por el frío, por el calor, por el carácter de sus gentes.

Los ojos salen más allá de la lana que envuelve todo el cuerpo, para llegar a escudriñar las laderas del sur. Laderas blancas salpicadas de manchas verdes de sabinas y pinos durante los días de invierno en que una capa de nieve las tapiza. Sabe que las manchas negras que se mueven bajando por la ladera no son árboles, son mujeres envueltas con mantones de lana negra que vienen del frente donde la batalla ha quemado sus vidas. Vienen huyendo, gracias a que unos militares conocidos las han dejado salir de la columna de civiles evacuados de Teruel con rumbo a Valencia. Les han dicho que los suyos están bien y que por el callejón a la salida de la Plaza  en la Puebla de Valverde se separen del destino que les han marcado y elijan el rumbo hacia la masada donde los suyos las esperan. Cuando el mantón negro cae, ve a su mujer corriendo en su búsqueda. Olvidan todo y se abrazan para romper el muro que siempre se ha levantado en su vida para separarlos por uno u otro motivo, vuelven a tocarse, a sentirse, a hablar cuando pensaban ya nunca encontrarse. Los labios se encargan de sellar su amor.

Ya no quedan fotógrafos de guerra para inmortalizar ese beso. La montaña lo guarda y setenta años después lo desentierro entre relatos inconexos oídos a unos y otros; imaginados e inspirados por hondos sentimientos. Siento culpa de no haber llegado a conocer en profundidad a aquel hombre viejo, de no haber entendido entonces sus conversaciones. Lo descubro cuando sólo el recuerdo ofrece respuesta a mis preguntas. La fotografía de los dos enamorados que se encuentran estaba en aquellos ojos claros que en las tardes de enero, recostado al sol, se enturbiaban recordando aquel momento, cuando ya hacía veinte años que ella se había marchado para siempre. Porque fue la última vez que pudieron soñar con que la vida les sonreía.

Guardaba las ovejas en el alto de las tres cruces, entre sabinas, enebros, aliagas, nacidas entre piedras apegadas a un suelo barrido por el viento, arrastrado por las aguas, batido por los fríos del cierzo y los bochornos del estío. El rebaño apenas calmaban el hambre, sin pastos verdes, apenas unos matojos aquí y allá, rasurados día tras día por dientes incisivos dientes limando los nuevos brotes, tan poco para tan pocas ovejas. El devenir de todos los que sobreviven en estas tierras, donde sufrir acompaña desde el nacer, donde morir alivia el dolor.

Quien podía pensar en bajar al infierno y sin embargo tres años de guerra habían llevado de la resignación a la desesperación de no salir de la muerte. Las milicias y después el ejercito ocupando veredas y barrancos, sin saber si esa noche se acercarían a la casa, si al amanecer se iniciaría un combate. Oyendo las explosiones en la ciudad cercada, donde quedó la mujer, y adivinar si la bomba explota en el barrio donde guarda la casa, sola, sin apoyo, sin compañía. Y mirar el desprecio de la mirada de aquellos que llegados de la ciudad, con la cabeza repleta de ideales, no entienden como hay quien vive en estas montañas. Los mismos que no entienden porque no apoyan su lucha por la libertad, la libertad que encierra estos montes a estas gentes alejadas de la civilización cercadas por alambradas que cierra el dueño. El amo manda desde cuando obtuvo la tierra en recompensa del rey por el apoyo de las huestes en su lucha contra el moro. Huestes de campesinos convertidos en guerreros para servir al mismo propietario de la tierra donde siguen abriendo el surco con la ayuda del buey, rompiendo la roca sin suelo que apenas envuelve el grano, donde la escasez curte un carácter huraño. El amo con el que cada año hay que partir la mitad de la nada que se produce.

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