PAÑOS NEGROS EN LA PLAZA REAL DE BARCELONA
Los masoveros se unen cuando hay que defender a su comunidad de vecinos. También para imponer la tradición cuando se vulneran valores morales y de conducta, casos en que aislan y expulsan a los infractores. La Casa Grande de Escriche incluso conservaba una carcel y el patíbulo donde el señor administraba justicia entre sus siervos.
Cuando aquellas muchachas, recién estrenada la juventud, entraron en casa del dueño de la Masada de la Casa Baja, no pretendían robar, sólo tomar prestado vestidos para lucirlos en la fiesta de Escriche y enamorar a los mozos en el baile que por la tarde se celebraría en la Plaza, a la sombra de los tres viejos olmos, junto a la Casa Grande y la Iglesia de San Bartolome, cerrada por el Sur por la Iglesia de la Epifanía con su abside orientado al Este y utilizada tras su derrumbre como cementerio. Durante el baile el masovero reconoció las ropas. Eran las de las hijas del amo. El Alcalde y el Juez ante su denuncia no lo dudaron y dictaron sentencia: destierro.
El Alcalde ocupaba por delegación el poder del amo; como siempre lo había sido en la Baronía. Desde mil ochocientos treinta y tres, en que se reorganizaron los municipios del país, el Alcalde se nombraba tras la representación de una mascarada de elecciones municipales. La aldea, como el resto del país, no se organizaba democraticamente, en verdad continuaba su regímen feudal en el que el amo lo era de la tierra y de los vasallos. La Baronía tenía un dueño, el Barón –era Baronesa en los años de principios del siglo veinte-, que era quien mandaba. El administrador y el guarda se encargaban de cuidar la hacienda, lo que les daba el privilegio de tener poder sobre el resto de los masoveros, cedido por la señora para velar de sus intereses. Aquellos años los Barones vivían en Madrid y sólo unos meses en verano acudian a la casa solariega de Escriche; no ocupaban tampoco la casa de los Sanchez Muñoz en Teruel de la calle del Barón.
Las chicas no tomaron con desilusión el castigo, lo vieron como una esperanza para salir de su monotona vida en la masada, de la que con suerte, quizás casadas con algún masovero de la Sierra de Gudar, cabiaria en ubicación, que no de lugar.
La familia no pudo ocultar la vergüenza, que continúo incluso cuando la distancia y el tiempo rompió todo contacto. Con el transcurso de los años el tema no se nombraba, pero permanecía en la memoria de todos.
Los primeros meses en Barcelona, empachadas de felicidad ante la continúas novedades que su vida experimentaba, se fueron tornando oscuros conforme la vida alegre se apoderó de aquellas jóvenes aldeanas, que sin malicia acabaron engañadas por todos. Conducidas a la mala vida, su ropa de vivos colores acabó con el transcurso de los años, como la de tantas mujeres, teñida de negro. El negro de las sayas que vestían y que, desde que los años surcaron de arrugas su rostro, ya no se quitaron hasta la muerte. Para estas mujeres la noche tenebrosa continuaba, arrinconadas en el rincón más escondido del cementerio, reservado para las gentes anónimas.
La familia sabía de su vida. Los parientes de Barcelona hablaban de ellas en las cartas que enviaban. Durante el mes de Septiembre cada año regresaba a visitar a los padres. Nadie hacía ningún comentario del pasado ni de la vida que llevaba en la ciudad. Disfrutaban del breve encuentro anual, saboreando los regalos que traía.
En ocasiones, cuando su economía se lo permitía y si podía acercarse a La Lonja, antes de coger el tren hacía Zaragoza, llevaba una gran pieza de atún, porque sabía que el pescado era escaso en la dieta de la gente de la montaña. Tan sólo comían bacalao cuando algún puesto del mercado de la Fería de Cedrillas, que se celebraba durante la primera semana del mes de Octubre, traía los grandes lomos salados que permitía su conservación y transporte. Lo desalaban y comían con judías blancas en los días de Todos los Santos, los lomos que sobraban se guardaban para los días de cuaresma en los días previos a la Semana Santa.
Para poderles llevar el atún y que no se estropeará en los tres días que duraba su viaje desde Barcelona a las masadas de Teruel, lo “embotaba”. Limpiaba bien de espinas, piel y la parte roja oscura de la carne, llenaba de agua hasta la mitad una olla grande, salando en la proporción de noventa gramos de sal por litro de agua, y cuando hervía el agua echaba el atún, volvía a dejarlo hervir y lo dejaba quince minutos. Pasados éstos lo sacaba y dejaba enfriar. Una vez frío cortado en trozos más pequeños y manejables rellenaba los botes de cristal, añadía aceite de oliva hasta cubrirlo, dejando un centímetro entre este límite y el borde del bote. Dejaba reposar un rato y con el mango de una cucharilla quitaba las posibles burbujas de aire que quedaban en el fondo o paredes y volvía a añadir el aceite necesario para que quedara cubierto. Finalmente esterilizaba bien la conserva: en una gran cazuela se dejaban los botes durante una hora de hervor.
Aquellos días del principio de otoño, recién recogida la cosecha y todavía sin tener que preparar la tierra para la próxima cosecha, tenían tiempo para juntarse alrededor del fuego de la cocina y mantener la tertulia tras la cena. Hablaban de la infancia, de las novedades que habían ocurrido durante el año. Con la conversación rompían el muro que el silencio de la distancia y los rumores de la gente había levantado.
De regreso a Zaragoza, en tren, le acompañaba su hermano. Reían al recordar los días compartidos con el rebaño de ovejas en las lomas, ayudando en la cosecha ó cuidando de los hermanos pequeños. Eran los hermanos mayores y aún niños tuvieron que asumir esas responsabilidades en un medio hostil, con un frío que levantaba sabañones en las manos cuando las calentaban junto al fuego. Juntos también descubrieron el jolgorio en los bureos de las masadas y en las fiestas de los pueblos cercanos. Antes de despedirse siempre tomaban unos pasteles. En ocasiones tortas finas perfumadas con anís, que la madre había horneado junto al pan en la masada. Otras veces el chocolate que quienes regresaban de bajar unas cargas de leña a Teruel habían comprado en la confiteria de Muñoz en la Plaza del Mercado. Relamían con enorme placer la dulzura que la vida no les había dado.
Llegó la guerra que rasgo la vida de todos. La suerte se cerró para aquel señorito de gorro de fieltro, quizás fabricado por los artesanos de Tronchón con piel de conejo, que un día, enviado por ella, llamó a la puerta de la casa del arrabal. La puerta no se abrió. La mujer estaba sola, separada del marido y los hijos por una línea de un frente donde apenas se cruzaban balas, pero que separó familias. Huía de los obreros de Barcelona y se refugió entre los fascistas de Teruel, ciudad que en pocos días terminaría querada, por la metralla y el odio, durante el invierno de mil novecientos treinta y siete.
Unos años antes de fallecer llegó a casa una carta de su hermana avisando de que iba a visitarlos.
Hacía años que en la familia nadie hablaba de ella. No se había olvidado el viaje a Barcelona, apenas acabada la guerra, para curar la herida del ojo de la niña en la clínica Barraquer. Una tarde al regresar de la clínica junto a su madre, a ésta la cara se le desfiguró con tristeza cuando llamó a una mujer, que tras girar la vista se escabulló entre los callejones, que desde el Barrió Gótico bajan a la Rambla.
Tras la ocupación de la ciudad de teruel, de nuevo por los fascistas, éstos siguieron avanzando por los pueblos de la Sierra de Gudar y el Maestrazgo hasta las playas de Peñíscola y Benicarlo. La ruptura del frente solo logró pararse en la línea XYZ, que el ejercito de la República fortificó para parar el incontenible avance de los hombres de Franco, apoyados por tropas italianas, en dirección a Valencia. Habían regresado a la masada, ahora ubicada en el lado de los rebeldes. La adolescente de quince años, ya se miraba en el espejo. Una tarde intento rizarse el pelo utilizando unos alambres y se araño el ojo izquierdo. Bajaron al Hospital de Teruel para tras una cura de urgencia marchar deprisa a Zaragoza, donde durante casi un mes intentaron salvar la vista del ojo derecho. De regreso a Teruel, en el tren se oían a los soldados cantar por el final de la guerra. El Dr. D. Nicolas, amigo de la familia, inició los tramites para que recibiera atención médica en una clínica de Barcelona. El Dr. Barraquer había habilitado en su consulta de oftamología un pequeño consultorio para atender a gentes sin recursos.
Vivieron varias semanas en Barcelona, mientras le diagnosti caban el grado del daño que habría sufrido el ojo y valoraban la posibilidad de recuperar la visión. Aprovecharon para visitar a la familia, de la que apenas habían tenido noticias desde julio de mil novecientos treinta y seis. Aquella tarde, mientras regresaban a casa de los primos, que les hospedaban, en el Barrio antiguo de la ciudad, la vieron por última vez.
Los dos hermanos sabían que aquél encuentro de finales de los años setenta era una despedida. No tuvieron necesidad de hablar mucho. Se dirigieron miradas, se abrazaron para sentirse, guardaron silencios para perdonarse. Llenaron los huecos de sentimientos que los años habian vaciado. Se fué una tarde, esta vez para siempre. En los andenes de la estación, junto a la huerta de Teruel, a la que llegarón descendiendo despacio por La Escalinata, quedaron sus viejos hermanos diciéndole adiós. Hacía unos años le habían extirpado un pecho y la enfermedad continuaba.
Años atrás, en el puerto de Barcelona, cansada, hambrienta, temerosa por guardar en su interior los varios cientos de pesetas que había ahorrado, tapándose el rostro, esperaba que alguien acudiera a buscarla tras dejar una carta en un buzón de una de las casas cercanas a La Pedrera. Acudió él, al atardecer, cuando las sombras ocultaban los rasgos de la cara. Era un amigo del señorito pero no lo era suyo.
Los años de antes de la guerra fueron felices. Creyó encontrar el amor junto al hombre que le puso un piso en la calle París, donde compartía con ella un tiempo robado a su mujer e hijos. Al inicio de la guerra huyó de Barcelona y paso por Teruel donde pese a llevar la recomendación de ella nadie le abrió en la dirección llevaba escrita en un papel oculto en el bolsillo derecho del pantalón. Nunca nadie supo más de él.
El amigo de su amante no venía a ayudarle, le arrebató el dinero y la dejó tirada en la misma calle donde unos veinte años antes el señorito le había enamorado para ponerla a su servicio.
Encontró otro hombre que la quiso. Ella no conservaba semillas de amor para nadie, pero este termino germinando alimentado por la bondad de quien desde la derrota aún creía que podría cambiarse el destino. Le proporcionó un humilde hogar donde pudo restablecer su vida. El exmiliciano republicano arrastraba la tuberculosis contagiada en los campos de represión franquistas y sólo tuvo unos años para darle compañia y protección. A su muerte una humilde casa y sus amigos fueron su herencia. Con pocos recursos y fregando portales pudo seguir viviendo junto a una amiga, con la que compartía vidas paralelas. Vivieron en una vieja casa junto a la Catedral del Mar, al lado del mercado de Born, con el recuerdo de los años felices en la Barcelona de mil novecientos veinte y la generosidad de sus vecinos con los que compartían tantas similitudes en el devenir de su vida.
Partió soñando llegar a vivir como la Señora que cada año, en verano, acudía a la Casa Grande y el día de la fiesta formaba a todos los masoveros y les entregaba una pequeña limosna, que debían agradecer con un “gracias, Dios se lo pague”. Se enfrenta a la vergüenza sufrida cada día cuando siente que su vida no tiene destino, en un lugar donde nadie le deja una silla que ocupar. Al encontrarse a su cuñada, renuncia a saludarle para no tener la obligación de hablarle de su devenir desde que dejó su piso en la calle París.
Las mañanas de los domingos los porches de la Plaza Real, bajo sus enormes palmeras, dan cobijo a una sociedad desigual, injusta e injustificable. Una mujer envuelta en negro pide limosna entre vendedores de colecciones de sellos, de monedas, de chapas y fichas de teléfono, rodeados de aquellos que esperan el descuido para robar la cartera de quienes disfrutan el descanso paseando, comprando, tomando el aperitivo en alguna de las terrazas. En el balcón de un ático, otra mujer joven, también vestida de negro, no ha vivido desgracias, ni guerras, ni hambre, pero ha asumido el compromiso de no quitarse ese color mientras el mundo no cambie.
La joven dejó su ciudad en el sur de Aragón, como tanto amigos que se separaron al comenzar la universidad. Iniciaron su juventud pensando que un cielo azul se abría en España tras estar años envuelta de negros nubarrones alimentados por el destino que marcó la dictadura vencedora en la guerra civil. Parecía que la tormenta amaianaba cuando el Generalísimo moría en la cama. Jóvenes comprometidos en aportar un sentido al nuevo país que resurgía de las cenizas del odio y de la represión, pronto comprendieron que las riendas volvían a ser controlados por quienes siempre lo mantuvieron como cortijo de privilegios, de castas arropadas en el poder, capaces de dejar a su suerte a todos aquellos a los que estrujaban con impuestos, a los que envian a guerras con proclamas utópicas que nunca llegarán a cumplir.
El camino en su vida se orientó con buen rumbo. Pese al machismo impererante, su brillante curriculum en sus estudios universitarios le abrió puertas en esa sociedad tan estratificada. Gano dinero y adquirió un ático en la Plaza Real, desde donde cada vez que la miraba le dolía ver mendigos humillados, mujeres explotadas, hombres abocados al alcohol y a la droga, refugiados económicos y políticos que huyebn de su país y no son acogidos. Presos de una calle convertida en celda para cumplir la pena perpetua de ser pobre. Excluidos sociales a los que en los últimos años se unen ciudadanos apartados del sistema cuando pierden su trabajo y su cualificación no les ayuda a encontrar otro puesto para dirigir las maquinas que hacen las labores que antes ellos desarrollaban.
El siglo veintiuno llega erosionado de las conquistas sociales alcanzadas por la lucha obrera, tras desarrollar un estado de bienestar que desde la segunda guerra mundial tuvo un lugar en la política de los países de Europa. En España apenas hacía veinte años que había comenzado un nuevo periodo democrático y todavía no había logrado alcanzar los niveles de protección para la clase obrera que sus vecinos europeos aplicaban desde mediados del siglo veinte.
Las sociedad postindustrial explosiona conforme avanza la tecnología. Descuelga del sistema a obreros sin cualificación que dejan de tener una oportunidad en la vida. Estos ciudadanos que habían llegado a ocupar ese lugar de clase media, se ven sin recursos, sin la protección del Estado y con la verguenza de caer en la enorme bolsa de los excluidos. La sociedad satisfecha mira hacía otro lado. Alimenta el capitalismo desde el consumismo instaurado como motor económico para desde el sector servicios ofrecer ocio como sentido de la vida.
Llegó a estudiar arquitectura. Encontró trabajo y compró el ático ubicado en ese lugar privilegiado desde observa la realidad del mundo donde vive. Se permitió decorarlo austero pero acogedor. La puerta de su balcón esta abierta para que entré el aire, los olores y las voces del mundo real, el que permanece en la plaza y le recuerda la la desigualdad en el mundo. Por todo ello viste de negro y se ha unido a otras mujeres para ayudar a quien necesita abrazos y alimentos, para pedir justicia, igualdad y fraternidad en la política. En sus reuniones de coordinación florecen ideas para desarrollar políticas que garanticen un futuro basado en el desarrollo de los intereses de la comunidad frente a los del individuo.
Por las tardes acompañan a las viejas arropadas con mantones negros, que piden limosnas en las esquinas. Les llevan un plato caliente. Les ayudan a llegar a sus casas y allí escuchan su vida. Mientras la cuentan rememoran las ilusiones perdidas, pero también reviven aquellos años en que no vistieron de negro y escucharon música en aquellos cabarets de la calle Paris, para volver a sentir la felicidad que vivieron soñador con ocupar un espacio en el estrato social donde no tenían ninguna reserva.
La tristeza que reflejan esos ojos claros que brillan en medio del negro mantón que cubre la cabeza, aflora en todos los ojos de los pobres. Humedecidos, envueltos en una nube difusa, se cierran cuando se sienten observados para soltar una lagrima invisible, recordando el camino recorrido, sin llegar a ningún destino, siempre buscando una oportunidad que la vida les niega.