La primavera aún no ha llegado a la montaña, trigos y prados apenas comiencen a verdear. Suficiente para que los ganados vayan llegando procedentes de las Tierras del Sur, en su viaje anual por las cañadas de la Mesta. La huella de las nieves del invierno y las lluvias de la primavera comienzan a desdibujarse por el calor de estos primeros rayos de sol. Las aguas que encharcaron el fondo del valle, dejan paso a un pequeño riachuelo de aguas quietas, con meandros que unen las pozas, único vestigio del río que quedara en los calores del verano.
He olvidado que procedo del modelo industrial, no recuerdo el sin fin de obligaciones que nos creamos las gentes modernas. Por un momento me he refugiado entre las dos cornisas de calizas, pobladas de pinos, robles y sabinas, he creído que estaba en una paraíso alejado de todo aquello superfluo del hecho de vivir. Sin prisas y saboreando el paisaje que me rodea, paseo primero por el camino que durante siglos ha llevado a la gente de masía en masía, la red de la tela de araña del tejido social de estas tierras. Después serpenteando el río hasta regresar al origen, a la boca del valle, el lugar donde el el río se encajona en pronunciados barrancos de calizas, en cuyo interior se taladran cuevas con el lento caminar del agua buscando de nuevo una salida al exterior aprisionada por la porosidad de las rocas.
No he encontrado a nadie. Se van borrando las huellas de las gentes de ayer y no quedan las de hoy. Hubiera querido verlos para agradecerles la oportunidad de permitirme disfrutar de este lugar. Un refugio para las gentes de la ciudad, donde permitirnos un respiro antes de volver a pensar, con la frialdad que requiere aceptar, donde hemos ido a parar.
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