En mi último día en el pueblo, sabía que las patatas nunca llegarían al plato, pero abrí la tajadera de la acequia para que regara la huerta.
En el nuevo alba se cerraron las compuertas y al ritmo en que el agua quedaba embalsada, mi familia tiraba de un carro cargado con la cama, la mesa, la ropa, la cómoda y aquello que no podíamos dejar pudrirse bajo el agua, todo lo que nos quedaba para empezar una nueva vida.
Solo volví a vivir cuando mis nietos lanzaron mis cenizas al cierzo y el viento las llevo por la ladera hasta las cimas del Pirineo.
Allí espero a que el cemento ceda y deje de nuevo libre el valle. Cuando se sequen las piedras de las casas hundidas, bajaran para encalar los muros del cementerio y descansare junto a los míos, tantos años empapados del fango de un pantano surgido de la tiranía de una decisión, tomada sin mirar a los ojos de aquellos a los que nos robaron la vida.