Carta de la resurrección

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Querido padre:

        Ha terminado la noche del silencio preñado de miedo, la noche de los perdedores, la noche de los velos desgarrados; el llanto ya lo enjugamos, lo peor ya lo vivimos. Pero aunque la vida se haya impuesto sobre la muerte, aquel panorama de almas rotas no podía quedar embalsamado en el olvido. El silbido de la bala que marcó la frontera inexpugnable, ha seguido sonando en casa a lo largo de estas décadas en que nos amputaron la voz. Por fin, ha callado el mortal zumbido que nos fusiló a todos y ahora, querido padre, ahora que usted ha resucitado para la memoria colectiva, puedo hablarle mirándose mis ojos en el reflejo que se funde en los suyos, sobre el cristal de la lápida que muestra su nombre al mundo.

        No ha sido fácil alumbrar dignidad sobre el atropello que muchos, en aras a una mediocre paz de heridas mal cerradas, quisieron degradar a hechos irremediables que debían seguir durmiendo donde la crueldad dictó, hasta que las sucesivas generaciones los diluyeran en la nada. Ha sido un amargo peregrinar por ventanillas, despachos, instituciones, entidades que nos remitían a otras… Y la anhelada actuación demorándose en cartas que siempre faltaban por escribir o por recibir, documentos pendientes de la firma decisiva, trámites farragosos, encogimiento de hombros al otro lado de los mostradores, siglas políticas diversas empachadas de común indiferencia… ¡Y cuántas veces la ausencia de respuesta, padre, cuántas veces ha habido que volver a empezar hasta lograr el reconocimiento de la identidad negada, hasta conseguir la rúbrica del ADN que certificara que allí, en el Barranco de la Regata, en una mortaja de huesos y espíritus uniformados por el látigo de la intolerancia, se pudrían colectivamente las víctimas de lo que nunca debió haber sucedido!.

        Me acuerdo de madre con el embarazo aún discreto de Juanita saliéndosele por la boca en aquellas mañanas de escarcha primaveral, mientras yo peinaba a Matilde y los gemelos dormían en el dúo lechal de su sueño inmaculado, ajenos al aura letal que ya apuntaba hacia nuestra familia. Yo había oído a usted decir a madre que no se preocupara, que en el pueblo sabían que usted era un hombre sin nada que ocultar. Y madre siempre le contestaba que eso serviría de poco porque allí muchos ya no distinguían el bien del mal. Y es que ella, que interpretaba certeramente el significado de los rostros que le esquivaban en el lavadero y los corrillos que callaban a su paso, ya presentía que aquel ácido desasosiego se materializaría pronto en un mazazo irreversible.

        Pasaron los meses y llegó aquel verano maldito de paisajes salpicados de tantísimo ensañamiento. Ellos vinieron al anochecer, cuando madre acomodaba su vientre rotundo en la silla baja de pelar patatas y yo cosía a Matilde una muñeca de trapo. Abrió usted, padre, con un gemelo en brazos y con el otro correteando por el patio en pos suyo. «Tú te vienes con nosotros», le dijeron aquellos hombres con cara de guadaña. Y a madre, al incorporarse como si le hubiesen quemado la médula, se le cayeron al suelo el cuenco de las patatas, el alma y la vida. Matilde y yo, asustadas, metimos la cabeza en su abultado regazo, mirando sólo de reojo. Los críos, arrancado uno de usted para dárselo a madre como si fuera un fardo, y casi pisoteado el otro, que quiso sujetar a uno de ellos por el pantalón, también se pusieron a llorar. Madre preguntó a dónde le llevaban a usted. «¡Cállese señora, que nosotros sabemos qué hacer con esta carnaza!», tronó el que mandaba en aquella cuadrilla de descerebrados que nos desterraron del paraíso de seguir juntos.

        Y usted, como bestia que va al matadero, hizo un gesto que lo decía todo. Dio a madre un beso de amor y lágrimas, le acarició la tripa y, después de abrazar a Matilde y a los gemelos apresuradamente, me apretó muy fuerte contra su olor a tabaco pidiéndome que fuera muy buena con madre y cuidara mucho a mis hermanos. «¡Vale ya de mimos!», interrumpió aquella fiera. Y desde la puerta, con madre derrotada y temblando como nunca más he visto temblar a nadie, vimos que a usted le empujaron para que subiera a un camión. La calle estaba desierta y el pueblo parecía abandonado, pero el vecindario atrincherado en los ventanos y con las luces apagadas, fue testigo de aquel negro episodio.

        Desde ese día y hasta el último de nuestra vida en aquel lugar, yo salía todas las tardes a la carretera y a veces me acompañaban mis hermanos, a quienes contaba que cuando se aclarara todo, usted volvería. Y cada veintidós de Agosto, sin que madre lo supiera, iba a poner amapolas bajo el cartel de la entrada al pueblo, para no renunciar a la quimera de aquel regreso tan deseado. Aún me acuerdo cuando tres años después de aquello, paró allí un coche en el que iban el alcalde, el médico, el juez y otro al que no había visto antes y preguntaron qué hacía con las flores. Yo les mentí contestándoles que eran para la virgen. Entonces el desconocido bajó y me dio una bofetada, diciéndome que tuviera cuidado porque allí no había lugar para los embusteros y los de mala sangre que jamás pisaban la iglesia. Era el novio de la señorita Elena, la hija de doña Isabel, viuda de Almagro, la del reclinatorio de terciopelo rojo que siempre andaba envuelta en medallas y el día de la fiesta, sentada en una mesa en medio de la plaza mayor, daba una monedita a cada niño necesitado aunque madre nunca nos dejó ir a recoger la nuestra. «¡Pobres criaturas, hijos de la desgracia, que más que cristianos parecen moritos herejes!», suspiraba la rancia dama benefactora ante los famélicos críos, entre las complacidas miradas del cura y el capitán o lo que fuera aquel tipo lleno de galones. Así las cosas, sólo nos quedaba marchar de allí, lo cual hicimos con ayuda del tío Julio que colocó a madre de cocinera en un restaurante que abrió en la capital. De mis hermanos me ocupé yo. De mi misma, casi me olvidé, pero todo lo doy por bien empleado porque jamás sucumbimos a la mezquindad de vender al prójimo y otras bajezas morales. Vivimos en una humildad que madre sublimó con la entereza de no permitir que nos rebajáramos a la humillación de arrodillarnos ante los caciques y los meapilas.

        Padre, lo que nos ocurrió se debió, sencillamente, a que en aquel pueblo de cobardes y rastreros no se admitía nuestra felicidad, ni se concebía que un vulgar jornalero se hubiera quedado con la moza más guapa del entorno conocido, la real hembra que quería haber disfrutado como capricho el señorito de los Luisones en cuya finca ella servía en la cabecera de comarca. Aquella huida de la criada para casarse de madrugada con un pobretón sin más hacienda que el corralucho que entre los dos convertirían en nido de amor en ese arrabal de miseria, estaba escrito en el cielo de los infortunados que no se la iban a perdonar. Y la hora de pagar por la culpa de ningún delito, vendría en la noche en que fueron sentenciados los que dijo don Claudio según se le antojó: Pascual el del horno, que tenía propaganda comprometida, Antonio el hijo de la Eusebia, que era retrasado y siempre se estaba tocando sus partes, Rogelio el de la estación, que sabía demasiado de ciertos trapicheos de los más influyentes… Y en aquella lista envenenada, también figuraba usted padre, por el pecado de valiente honradez tatuado en su frente insumisa y por el limpio desafío de sus manos hechas puños blandiendo libertad.

        ¡Madre me insistió tanto en que teníamos que sacarle a usted de esa tumba para alimañas que tantos se empeñaban en ignorar!. Por eso en sus últimas luces diluyó sus retinas en esa foto grisácea en la que usted posaba en un estudio de fotógrafo con una americana prestada y en una esquina, con pluma insegura, había escrito a su novia de piel de lavanda el «siempre tuyo» refrendado por el garabato de la entrega enamorada que nunca palideció.

        Y en el día de hoy, padre, en el día de ver su nombre enlazado al de madre, ya sin separación posible, he venido a esta burbuja de privacidad que no deseo compartir ni tan siquiera con mis hermanos para evocar y prolongar aquel abrazo del hombre desgajado de la vida que me transmitió su voluntad de permanecer entre nosotros más allá de lo que la envidia y la prepotencia permitieron. Padre, usted siempre estuvo en casa acudiendo cada noche de aquel túnel a sumar en nuestras mejillas infantiles su beso junto al de madre, aquella mujer animosa y resuelta que antes de la tragedia trenzaba espigas en su talle domando los vientos con su paso garboso, y que después se tornó una sombra sin pupilas, una estrella agostada sin firmamento en el que latir.

        Pero casi no había tiempo para el dolor: nos quitaron hasta la cabrica «Pastora», madre se mató el corazón de trabajar y desde bien pequeños supimos apreciar el milagro de llenar el puchero. Luego, tras aquel continuado apañar la pobreza con la austeridad, fuimos bajando el puerto de las estrecheces y cuando terminó la dictadura -en ese año del cambio murió madre, que ya no llegó a enterarse de que venían otros tiempos-, nos fue medianamente bien aunque la democracia siempre se nos quedó escasa para reconocer tantísima penalidad sufrida. Y de esa penalidad que nos robó la juventud, saben también los dulces eslabones que nos dan suave relevo en otro ciclo vital. Soy abuela de un chico de doce años, los mismos que tenía yo aquella noche de luna emponzoñada y mi nieto, heredero del sello de rebeldía de los que no se doblegan a la sinrazón, comprende cómo sucumbe la barbarie cuando con ella se pretende anular el amor.

           Yo no rezo como reza la gente, ni creo en ceras ni latines, pero entre las flores, trasunto de las amapolas que aquella adolescente cortaba secretamente para usted, le dejo esta carta que es una oración libertaria para decirle, como nunca pude hacerlo, lo mucho que siempre le he querido.

        Descanse en paz, padre mío. Descanse resucitado para la verdad. Con todo cariño su hija,

Lorenza

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Publicado el 26 de Agosto de 2006 – Huesca
Primer Premio.- IX Concurso de Literatura Epistolar Amorosa.- Calamocha 2003
María Victoria Trigo Bello

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