EN TORNO A LA MATACIA

En nuestra vida hay días de celebración, que arrastramos en nuestra memoria. En concreto la matacía (la matanza del cerdo) es un acto social. No tengo claro si derivado de la importancia  de  la fuente de alimentación que ha proporcionado a la familia, pues  matar a otros animales con el mismo fin no ha supuesto una fiesta. En Navidad era tradicional sacrificar a los pollos capones criados durante todo un año, pero ese no era el motivo para reunirse.

En una visita al Museo de Historia de los Judíos en Girona, nuestro guía  puntualizaba sobre el hecho de que la matanza del cerdo fuera un acto público que debía pregonarse. Lo atribuía  a la represión de la cultura Sefardí en España. Tras su expulsión y la obligada reconversión al catolicismo de aquellos que optaron por quedarse, era obligado, sobre todo para los cristianos nuevos, demostrar a los ojos de la Inquisición que habían adoptado el nuevo credo. En base a ello se hacía obligado pregonar  que allí  se comía cerdo, para lo que se invitaba a la vecindad a la celebración y comían juntos  las morcillas, chorizos y longanizas, incluso se obsequiaban los productos como regalo, con lo que la divulgación de ser buenos cristianos  llegaba más allá del barrio.

En el recuerdo de  mi niñez cuando asistí en mi casa al matacerdo, la muerte del animal se realizaba a primera hora de la mañana con la presencia del matarife, los hombres que ayudaban a sujetar al animal y las mujeres que recogían la sangre al degollarlo.  Esta parte del día no era un acto festivo y me atrevo a decir que se reducía al mínimo de las personas necesarias  para ejecutarlo. No había herramientas para minimizar el sufrimiento de los cinco minutos en que el animal agonizaba. Los chillidos del animal estremecían al barrio, lo acompasaban voces dando órdenes de trabajo  a los que ayudaban. La muerte del animal  no se exhibía,  no era motivo de diversión,  ni se convertía en espectáculo: debemos recordarlo cuando divulgamos las tradiciones de la cultura rural.

Mi generación, al menos yo, creo haber mirado hacía el pasado como huérfano en la ciudad necesitado de  encontrar una identidad en torno a los abuelos campesinos.  Con esa visión hemos idealizado la necesidad de recuperar  las raíces: desde la forma de vivir, a las tradiciones, la música….retornar a la cultura rural. Nuestra mirada idealizando las  bondades de ese tiempo del pasado reciente,   ha girado  la vista hacía otro lado cuando ha encontrado  sobreexplotación de los recursos que han alterado el paisaje hasta dejarlo en ocasiones  totalmente esquilmado. Nos ha sobrecogido la estructura social, jerárquica y caciquil,  y también la gran desigualdad de género en una sociedad muy machista.

Volviendo a la matacía, tras el sacrificio del animal casi todo el resto del trabajo recaía  en las manos de la mujer. Comenzando con la desagradable labor de limpiar los intestinos del cerdo, las tripas que debía utilizarse, tras lavarse en el río y aromatizarlas con zumo de limón y romero, para embutir la carne y la sangre en morcillas, chorizos, güeñas, salchichones ó longanizas.

Tras leer el ensayo, La España Vacia (editado por TURNER este mismo año), su autor, Sergio del Molino, pertenece a una nueva generación de escritores  capaces de romper tópicos al describir la España rural  y su distancia respecto a los núcleos urbanos donde se ha decidido y se decide  el futuro del país. Su lectura me ha ayudado  a reflexionar, quizás despertar del sueño bucólico sobre la vida agropastoril. Nuevas generaciones de jóvenes están emprendiendo  una nueva cultura que, sin renunciar a sus raíces, no pretende  ser copia del pasado. Esa cultura la vemos emerger no sólo en la literatura, la música….. también en la forma de emprender una nueva ocupación en el mundo rural. Confió en ellos. Su capacidad para desarrollar un modelo sostenible en el nuevo milenio donde la  tecnología avanza al mismo ritmo frenético en que el Planeta colapsa en conflictos derivados de la sobreexplotación de los recursos y el reparto desigual de la riqueza,  en donde la llama  del petróleo, la energía que nos permitió  soñar avanzado el siglo XX con un modelo de bienestar social, se agota.

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