DIARIO DE UN NATURALISTA EN UNA CIUDAD PEQUEÑA.

 

otus hisotirca

 Una de las reuniones en mitad de la década de los ochenta del siglo xx, en este caso en los Puertos de Beceite, en las que se consolidó la constitución de la Coordinadora Ecologistas de Aragón.

 

 

Desde finales del siglo XX, observando mi entorno, comienzo a escribir sobre lo que me rodea.

Bajo la etiqueta «Diario de un naturalista en una ciudad pequeña», comienzo a publicar en este blog una recopilación de artículos escritos a lo largo de estos años y los comento con los recuerdos que permanecen en la memoria

Son sobre todo artículos, que surgieron de mi colaboración durante varios años en la página de Teruel del diario “Heraldo de Aragón”, en la columna Mudejares, también en el Diario de Teruel; me he permitido incorporar alguna columna de autores que han sido referentes en el mensaje que quiero transmitir y algún artículo de amigos como Chabier de Jaime Loren, embarcados como yo en OTUS para reflexionar sobre el futuro de Teruel.

Si me remonto al origen en mi intento por escribir mis pensamientos y reflexiones, debo retroceder al BUP (Bachillerato Unificado y Polivalente), en momentos de la Transición española, y la incorporación a la docencia de una generación de profesores (Profesores No Numerarios/PNN) que nos descubrieron a aquella generación de jóvenes otros horizontes, que el mundo social de  la dictadura de donde veníamos nos ocultaba. Uno de ellos fue el profesor de Lengua y Literatura Bartolome (no recuerdo el apellido) y su intento en motivarnos a  que redactáramos; uno de aquellos relatos fue:“Lobo o Perro lobo”. Creo recordar que era una pequeña historia de terror, que despertó la risa en la clase, por la cantidad de veces que el relato repetía la palabra -lobo ó perro lobo-.

Después, ligado a mi afición a los palomos deportivos, escribí para la revista de la Federación de Columbicultura un relato en varios capítulos -a cuatro números de la revista al año, fueron varios años publicándolos- y que los amigos de Buñol encabezados por Juan Ramón Jimenez me premiaron con el trofeo “Horizonte” -mi relato se titulaba “El Palomo Horizonte” y era una especie de autobiografía donde se mezclaba las dudas de un adolescente y pequeñas nociones de como entrenar las palomas deportivas-.

En 1981 o 82, mi afición a la naturaleza me lleva a coincidir con amigos como José Manuel Gonzalez Cano, Jose Luis Lagares, los hermanos Luis y Emilio Bobed, Jorge Martinez Zarzoso y Chabier de Jaime Loren, con los que constituimos el grupo ornitológico turolense (OTUS), donde me he formado como naturalista. A partir  de ese momento mis escritos se han centrado en reflexionar sobre el desarrollo sostenible en Teruel. Más más adelante se sumarían en este empeño amigos como Tomás Escriche, José Antonio Dominguez o José Manuel Nicolau -a quién tanto debo en el esfuerzo de reflexión y razonamientos sin dejarse llevar por primeros impulsos, y sobre todo en autoestima-.

Mi integración en la asociación ecologista OTUS -ornitologos turolenses- y mi incorporación al mundo laboral en Utrillas y Montalban, Cuenca Minera Turolense -yo trabajaba de mantenimiento en una residencia de ancianos de Utrillas y vivia en Montalban-, fue decisivo para conocer en que margen del río me encontraba, creando mis inquietudes en torno a la naturaleza y el medio ambiente, y definiendo mi identidad política hacía el ecosocialismo.

Mis relatos se desarrollan en el periodo de tiempo comprendido  entre  las dos últimas décadas del siglo XX y las primeras del nuevo siglo XXI. En ese periodo España  comienza su etapa democrática, su incorporación a la Unión Europea. Estos cambios en la sociedad creo que están reflejados en las inquietudes del mensaje que intento transmitir en el contenido de los artículos.

No debo olvidarme  quienes han tenido la gran responsabilidad de estar a mi lado desde mi nacimiento, mis padres, y el resto de mi familia. Tampoco puedo dejar de nombrar al Arrabal de Teruel  y a sus gentes, son mi lugar en el mundo donde me identifico. Conviví con mis vecinos, con los que compartíamos una identidad campesina. Generaciones que dejaron sus pueblos para integrarse en la ciudad sin olvidar sus raíces y forma de vida, incluso quienes ya no habíamos nacido en el pueblo.  Ha pasado el tiempo, y en nuestro subconsciente todavía añoramos los territorios de donde venimos.

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La Zaragozana, en el Maestrazgo turolense.

Una tarde del año 2007  envíe este texto a la colaboración literaria de Juan José Millas en el programa de La Ventana  de la cadena SER. Me parece interesante como metáfora del inicio de este diario:

Estas manos, ya arrugadas por años de trabajo y la artritis que sin piedad las desfigura, resbalan sobre la grasa de la pierna de ternasco de Aragón, rellena de pasas, mientras la salo y aromatizo con tomillo y perejil. El jugo de esta carne me lleva a los pastos, al duro y aspero suelo de las montañas del Maestrazgo donde pastan las ovejas, que han parido el cordero del que hemos trinchado su pata. Curiosamente no me recuerda la tristeza de sonido del balar, cuando despojados de su madre y subidos al camión iniciaron el camino hacia donde nadie queremos recordar, esto es la muerte; esta pierna que guisamos es vida, la vida de quien disfruta con sus recuerdos, con el trabajo en la cocina.

Mientras se dora en el horno, con unas gotas de aceite de oliva de las tierras más cálidas del Bajo Aragón, se mezclan olores y texturas. Se dora las cebollas y los ojos todavía humedecidos de cuando el cuchillo hirió una tras una todas sus capas, para dejarlas en finas laminas, rehogadas en aceite, en una sartén, pienso en que cada gota que escurre por la carne, parece recordar el rocío de las mañanas del verano refrescando las hojas en la huerta, donde bajo tierra crecieron junto a las patatas, que vamos a añadir, para que se guisen junto al caldo de un chorro de vino del somontano de los montañas blancas de los Pirineos, tan lejanas en distancia pero unidas como la historia de este pueblo, en este caso en el puchero.

Cuando la pierna comienza a resentirse del fuego, cuando el calor se convierte en fuego, añadimos las cebollas y patatas con el caldo de su guiso. Refrescan la carne y juntos comienza a inundar la casa de ese aroma de la tierra a la que pertenecemos. Abrazados en la cocina, s0los, recordamos La Masada unidos en un mismo sentimiento. Aquellos tiempos, no lejanos, en que estuvo llena de humanidad, de abuelos, hijos, nietos y parientes, entre risas, abrazos, palabras y cantos. Un aroma inunda la casa del olor de nochebuena, que ya no es la de todos, solo de nosotros, que quedamos, y de nuestros recuerdos. Entre estas piedras queremos seguir vivos, por ello no podemos renunciar a este olor, al calor de sus paredes, al gusto con el que se fundirá al comer y beber en la mesa de nogal, que simboliza nuestra vida, aún sabiendo que ya somos los últimos, que cuando el viento gélido del invierno rompa ventanas y puertas, se borrara todo vestigio de nosotros.

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