Los últimos cazadores recolectores de la Península Ibérica se refugian en la Cordillera Cantábrica y menos de diez quedan en los Pirineos. Los osos, que -junto a los humanos, como omnívoros- ocupan la cumbre de la pirámide trófica de los ecosistemas, son desterrados por la misma fuerza que aparta a los vaqueiros de las praderas que robaron a los bosques de roble y hayas de la España húmeda. Estos, que desplazaron a aquéllos a sus últimos refugios, hoy sufren con ellos un trágico devenir que, quizás, no es más que un preludio de lo que nos espera a todos.
Acaso el incremento de consumo de paisajes naturales no deja de ser un aviso de ruptura de la sociedad con su medio natural. Somos capaces de observar, pero no de recuperar habitos para mantener las conductas culturales de su uso y aprovechamiento con un criterio de sostenibilidad.
En las montañas palentinas, como en las cumbres del Pirineo siguen persiguiendo al oso en sus últimos enclaves. Los ganaderos, las gentes de los pueblos, con ello pretenden hallar solución al devenir de un modelo de vida incapaz de competir con la sociedad de consumo. No son conscientes que la desaparición de ambos de la vida de la montaña, y su sustitución por las infraestructuras que demanda el sector turístico, implica la pérdida de valores culturales de autosuficiencia que difícilmente recuperaremos cuando una crisis de recursos nos haga de nuevo volver la vista a la búsqueda de un modelo sostenible. Este modelo significará, sin duda, renunciar a lujos innecesarios, si tenemos en cuenta que mantenerlos supone hipotecar el futuro de las generaciones venideras y generar conflictos de desigualdad en el reparto de los mismos entre la población, por cuanto su limitación no permite la posibilidad de generalizarlos.
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